Opinión

Peligro: demonios sueltos

“No es el fin de la CICIG lo que preocupa. Lo que golpea a nuestra aún joven y tambaleante democracia es el irreparable daño que se le infligió con ese absurdo y retrógrado despliegue represivo e intimidatorio”.

Forma y fondo. En política suelen equivaler a lo mismo y, por ello, pueden retorcer un mensaje hasta las consecuencias más grotescas. El anuncio de que no se renovará el acuerdo con la CICIG dista mucho de ser el verdadero problema para la Guatemala de septiembre de 2108. El agravio real radica en cómo se hizo. Fue desastrosa la manera. Un estadista procura ganarse el respeto de la gente, no infundirle miedo. Porque intimidar es de dictadores, como Maduro y Ortega, por ejemplo. En tal sentido, Jimmy Morales cometió el pasado viernes el peor error en lo que va de su presidencia, cuando comunicó su decisión rodeado de militares y de policías, al mismo tiempo que una decena de vehículos artillados se desplazaba por la capital, rondando la Comisión y hasta la embajada de los Estados Unidos. Uno debe conocer la historia. Y respetarla. Sobre todo cuando ocupa un alto cargo público. La innecesaria y ofensiva intimidación es un insulto para Guatemala. No hace falta ser de izquierda o de derecha para entenderlo. Basta con un mínimo de sentido común. Han sido muchos los años que se han invertido en el intento de superar las abominables aberraciones del conflicto armado, como para que una “graciosa ocurrencia” se traiga abajo la tranquilidad democrática de un país. El amenazante acto del viernes golpea el inconsciente colectivo y envía un pésimo mensaje.

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“No es el fin de la CICIG lo que preocupa. Lo que golpea a nuestra aún joven y tambaleante democracia es el irreparable daño que se le infligió con ese absurdo y retrógrado despliegue represivo e intimidatorio”.

No es lo mismo temerle a una eventual (y desafortunada) acción delictiva, que estar en riesgo de ser víctima de un ataque selectivo por parte de las fuerzas oscuras del Gobierno, como ocurría a diario en los años 80. Semejante patología la considerábamos superada hasta hace muy poco. Pero el nefasto “flashback” del 31 de agosto nos regresó a una realidad detestable y enrarecida. ¿Quién nos garantiza que desde los más altos cenáculos del poder no estén urdiendo una trama de violencia contra los que, según ellos, son sus enemigos? ¿Por qué apelar a un recurso tan ruin? ¿Acaso vincular al Ejército con la Policía en un estilo tan siniestro no nos ubica en los tiempos de Donaldo Álvarez, Germán Chupina y los generales que, en equipo, reprimían a la población? Los oficiales serios de las Fuerzas Armadas deben estar muy molestos por esto. Y deberían estarlo; asimismo, todos los ciudadanos de bien, sean de derecha o de izquierda.

El “terror judicial” del que Jimmy Morales señala a la CICIG, tal vez porque él y sus cercanos sienten que la justicia podría alcanzarlos pronto, se queda chiquito al lado del “terror de Estado” que se sugiere desde la Presidencia, en un país que, analizado ahora con nostalgia, hace tan solo tres años veía con ojos de primavera su destino. No está solo el mandatario en el plan. Lo acompañan otros actores desde el Congreso, el Organismo Judicial y las diversas élites que se niegan a aceptar que Guatemala avance. La CICIG se irá el año entrante. No podía ni debía ser eterna. Será hora entonces de que, tal y como lo han proclamado los detractores de este experimento de las Naciones Unidas, nos ocupemos nosotros de luchar contra la corrupción y de consolidar nuestras instituciones. Confío en que la fiscal general, Consuelo Porras, no se dejará amedrentar por las mafias. Pero en este momento, solo nos queda rezar (no cruzados de brazos) para que la situación no se deteriore hasta niveles trágicos e inmanejables. La multitudinaria marcha del domingo es una muestra de cómo, cuando el objetivo es claro y compartido, guatemaltecos de distintas creencias e ideologías pueden salir a las calles a manifestarse de manera pacífica, incluso en medio de una despiadada polarización. El presidente quiso manchar esa caminata con su discurso del viernes. Pero no lo logró, de lo cual me alegro. Sin embargo, la repulsiva imagen del mandatario rodeado de guardaespaldas en el Salón Banderas, al mismo tiempo que los vehículos artillados recorrían ciertas zonas de la capital no debe pasar inadvertido. A partir de eso puede creerse cualquier cosa. Y el peligro que se cierne sobre quienes adversan lo que ha dado en llamarse el #PactoDeCorruptos es enorme y misceláneo. Aquí hablo de activistas, estudiantes, empresarios, periodistas, políticos, magistrados, diplomáticos y de un largo listado de etcéteras, incluidos aquellos que están en su entorno, como en Venezuela y en Nicaragua.

No es el fin de la CICIG lo que preocupa. Lo que golpea a nuestra aún joven y tambaleante democracia es el irreparable daño que se le infligió con ese absurdo y retrógrado despliegue represivo e intimidatorio. Los demonios están desatados. Me indigna desde ya lo que perpetren con su avieso poder. Descarto que lo hagan valientemente, dando la cara. La comunidad internacional no puede permitirse el lujo de la indiferencia frente a este tremendo riesgo. Tampoco la ciudadanía de bien, sea de derecha o de izquierda.

Uno debe conocer la historia. Y respetarla. Sobre todo cuando ocupa un alto cargo público. En este caso, la condena que nuestra historia les impondrá a quienes la atropellan con tan infame desfachatez parece inevitable.

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