¿Qué significaría para el país un rudo retroceso? ¿Cómo podríamos determinar qué ha ocurrido? Lo primero que se me viene a la mente es el regreso a la violencia política, en sus diferentes facetas de intimidación. Hablo del abusivo espionaje contra ciertos ciudadanos por parte del Estado. De las campañas de desprestigio, orquestadas en complicidad con grupos retrógrados. Del acorralamiento contra aquellos a los que se considere “voces disonantes”, amenazándoles por medio de “avisos”, tales como el saqueo de sus automóviles en un estacionamiento, falsos asaltos en la vía pública o atropellos similares incluso más agresivos. Todo lo anterior pareciera haber comenzado ya. Cada vez con mayor descaro y rusticidad. Cada vez con más “dedicatoria”. Y por mínimo que sea, va en aumento. El siguiente paso, lo sabemos bien, es el culmen del despropósito y el pináculo de lo cavernario, es decir, el asesinato selectivo. Ese mismo que, en otros tiempos, era visto como “necesario” para amedrentar a ciertos grupos, con la cerril filosofía de infundir terror para que las potenciales víctimas arribaran a la obvia conclusión de que “si le pasó a aquel, por qué no a mí”.
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Existe también otra versión de volver al pasado, que igual puede implicar sangre. Me refiero a una Nicaragua en su variante guatemalteca, con un estallido de esos que surgen por incompetencia en el manejo de una crisis, o bien por falta de visión política en los procesos más sensibles. Debemos evitar a toda costa cualquiera de esos extremos. El odio es el fuego más peligroso que puede arder en una sociedad. Y cuando se le atiza con objetivos perversos, nadie alcanza a medir sus impredecibles consecuencias. Es detestable lo que Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, han impuesto en la tierra de Darío. Hay quienes opinan que hacen ver chiquitos a los Somoza con la salvaje represión que han desatado contra quienes les exigen la renuncia. Comparativamente, Otto Pérez Molina fue mucho más sensato y responsable en 2015, cuando las manifestaciones y los casos de corrupción fueron haciendo caer a pedazos su gobierno. Ortega, el revolucionario, es hoy la cabeza de un régimen asesino. Y no puede sino terminar muy mal, por más que intente amedrentar a su pueblo con el sucio y ruin recurso de las balas.
El pesado ambiente que vive hoy Guatemala empieza a parecerse más de lo tolerable al fruncido ceño que nos sumía en el lúgubre temor a inicios de los años 80.
Aquellos eran días de persecuciones implacables. Con aire turbio. Siempre al borde del espontáneo pánico que nos mantenía, de un lado y de otro, con el corazón en la boca.
La denuncia hecha pública por el exdirector de la PNC, Nery Ramos, en cuanto a que el ministro de Gobernación, Enrique Degenhart, se vale de la Dirección General de Inteligencia Civil (DIGICI) para hostigarlo, debe encender todas las alarmas del sistema. Y considero urgente que Degenhart argumente y se exprese acerca de los señalamientos. Lo antes posible. Asimismo, que el Ministerio Público tome cartas en el asunto. Por ahora, si contesta Degenhart, que de seguro rechazará la acusación, será su palabra contra la de Ramos. Mientras tanto, la tensión crece. No es sano ni provechoso seguir obsesionados, como sociedad, en mantener el obsoleto enfrentamiento de una Guerra Fría que ya quedó atrás. En ese contexto, el más interesado en impedir que algún loco tome la iniciativa con un desaguisado barbárico, y que con ello hunda al país en el peor caos, debería ser el presidente, Jimmy Morales. Y es solamente él, si lo hace con dos dedos de frente, quien puede calmar las aguas y lograr que la polarización baje un poco de intensidad. ¿Cómo? Con tres acciones contundentes que den señales de lucidez y aplomo desde el Ejecutivo. Una, destituyendo de inmediato a sus colaboradores más repudiados. Dos, tomando distancia de quienes lo utilizan para combatir y entrampar, a la mala, la lucha contra la impunidad. Tres, promoviendo por medio de las iglesias y la academia un diálogo cuyo único fin sea estabilizar la situación de aquí a las elecciones. Ya sé que me muestro sumamente “naive” al pedir esto, pero no me importa. Nunca un esfuerzo es vano cuando la gota que va a derramar el vaso de la tragedia está tan cerca de caer.
Sería un garrafal error permitir que “el recurso del miedo”, los “orejas” y los “agentes de particular” de los años más oscuros de nuestra historia reciente vuelvan a imponer en el imaginario de la ciudadanía sus “toques de queda” de facto y sus “estados de sitio” tácitos.
Recordemos que una represión así solo puede originarse en un régimen primitivo y carnicero, el cual, muy a mi pesar, todavía es añorado por algunos “nostálgicos” del terrorismo de Estado, ese mismo que hoy ha resurgido en la muy cercana y querida Nicaragua.
Es tarea de todos restarle decibeles a esta belicosa estridencia. De todos, todos. Y lo repito, a riesgo de evidenciarme necio: de absolutamente todos. El odio es el fuego más peligroso que puede arder en una sociedad. Y cuando se le atiza con objetivos perversos, nadie alcanza a medir sus impredecibles consecuencias. ¿Qué significaría para el país un rudo retroceso? ¿Cómo podríamos determinar qué ha ocurrido? De dos maneras: Si dejamos que Guatemala se vuelva otra Nicaragua, o si transigimos en que, en pleno siglo XXI, regresemos a 1980.
“El pesado ambiente que vive hoy Guatemala empieza a parecerse más de lo tolerable al fruncido ceño que nos sumía en el lúgubre temor a inicios de los años 80”.