Llegué a las 4 de la madrugada. No había terminado de bajar del taxi cuando empecé a oír la voz de la extorsión. “Por Q150, usted va directo a los primeros lugares y sale ya con su trámite hecho a eso de las 8:30. Si son dos, podríamos darle un súper precio de Q125 por cada uno. Viendo cómo va la cola, no creo que consiga número para hoy”. Era solo el principio del calvario. Y la duda corroía. Porque a la vuelta del centro de emisión de pasaportes se vivía un mar de incertidumbres y de rabias. Con todo, los compañeros de fila eran sumamente agradables y con sentido del humor. La hermandad instantánea; la buena vibra que alienta. La identidad de sentirse identificado.
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Poco a poco, la dinámica mafiosa del lugar se iba evidenciando. Con un descaro disimulado, si tal cosa se entiende. Pero lo más chocante no era la sórdida coreografía de los tramitadores adelantando gente en la cola. Lo repugnante emanaba de quienes se prestaban, sin chistar, al proceso viciado. Me dio gusto, sin embargo, que tres de cada cinco bajaran la mirada al pasar. Les daba vergüenza. Sabían de su mal actuar. Y no se jactaban de la “viveza”, como hubiese sucedido antes de 2015.
Y fue un alivio, en medio de tanta calamidad, percatarme de los logros que, en equipo, pueden alcanzarse".
Las horas transcurren lentas cuando la espera es prolongada. Más cuando se cierne una amenaza de lluvia en medio de una latosa intemperie. Si cae el aguacero, alguien surgirá con “nylons”, dice una voz. La economía informal y oportuna. Esa que ofrece café, panitos con frijoles y atol de plátano.
La mafia seguía operando sin que ninguna autoridad se diera por enterada. Minutos antes de las 5 de la mañana vi pasar un autopatrulla justo frente a donde “acampábamos”. No se detuvo. Además, iba contra la vía. Instantes después, seis ciudadanos molestos por las arbitrariedades impunes convocaron a una insurrección para desalojar a los “colados”. Recibieron total apoyo. Fue entonces cuando apareció mi compañero reportero secundado por una practicante. Antes de ello, los avances por la radio relataban el caos que se vivía en el lugar. Y la tensión crecía de la mano del tedio. Hubo necesidad de sentarse en la acera. Contra la pared y a merced de las hormigas. A pura broma nos apuntalamos para no quedarnos dormidos. De pronto, el tuit de Nineth. La diputada anunciaba que iba a citar al director de Migración para que explicara el pésimo trato dispensado a quienes íbamos a tramitar pasaporte.
El sol terminó de salir. En los alrededores había ya presencia policial, pero no avanzábamos ni un milímetro. Hasta las 7 hubo novedades en la cola. Atrás de nosotros aguardaban tal vez unas 300 personas. El rumor que corría era que, a lo sumo, iban a repartir 150 boletos para esa fecha. El desconsuelo en las caras no se disimuló luego de semejante posibilidad. Uno venía desde Chimaltenango; otro pidió el día en el trabajo, igual que su esposa, y no llevaron a los niños al colegio. Dos más iban a perder su jornada laboral. No eran, ni por asomo, los casos verdaderamente dramáticos. Oí relatos de horror de gente que, “o era hoy o no era nunca”. Es decir, o era ese viernes o quién sabe cuándo. Uno de Huehuetenango. Otro de San Marcos. Otro de Jutiapa.
La paciencia rindió ciertos frutos cuatro horas después de iniciado el periplo. A las 8:11 recibimos el ticket con la cita. Estábamos programados en el horario entre las 12 y la 1. Había algún tiempo para desayunar. Eso hicimos. Y luego abordamos el Transmetro para acercarnos a recoger un automóvil. Confieso que nunca lo había hecho. La pasé muy bien.
Fue entonces cuando apareció mi compañero reportero secundado por una practicante. Antes de ello, los avances por la radio relataban el caos que se vivía en el lugar. Y la tensión crecía de la mano del tedio".
El papelito recomendaba estar de regreso 30 minutos antes de la hora estipulada. A las 11:15, por si la dudas, nos situamos en la fila. Todos nos saludamos como viejos amigos. No sabíamos lo que todavía nos quedaba por recorrer, pues ese trayecto resultó mucho más largo de lo esperado. Poco antes de la 1:35 estábamos a cinco metros de la puerta. Un representante de Migración llegó a revisar nuestra papelería. No fue amable, pero recibió una respuesta que de inmediato lo obligó a disculparse. Ya adentro, sin posibilidades de usar el teléfono móvil, las cosas cambiaron. El personal se portó gentil y efectivo. No tengo queja de ese tramo de la pesadilla. Igual, el día se había ido en esa fastidiosa travesía por un infierno evitable. No podía creer que ya tenía el pasaporte en mis manos.
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Y fue un alivio, en medio de tanta calamidad, percatarme de los logros que, en equipo, pueden alcanzarse: La presión de la gente inconforme en la fila. El trabajo periodístico. La citación de la diputada Montenegro. Todo aquello junto significó un desafío para ese mecanismo mafioso que imperaba, hasta el pasado viernes, a las afueras de Migración. Ahora ya tomaron medidas correctivas. Mucho se tardaron.
Pese a las penalidades, rescato el episodio como grato por los amigos hechos. Y me quedo para la posteridad con la imagen de quienes aceptaron la práctica viciada de los tramitadores, pero que bajaron la mirada a la hora de adelantarse, por la vergüenza que les hicimos sentir los que no sucumbimos a la extorsión. Ese equipo fue el que completó la faena con su actitud ciudadana. Equipazo. La hermandad instantánea; la buena vibra que alienta. La identidad de sentirse identificado.
Algo hemos avanzado desde 2015. Tal vez más de lo que algunos quisieran admitir.