Hará unos 45 años de esto. Luis Galich, en su motocicleta azul Suzuki 250, apareció con todo y guitarra en una fiesta de artistas en Amatitlán. Allí, con el lago de fondo, interpretó su canción más reciente: la genial “Vuestros pies”. Yo era un niño entonces. Pero jamás olvidé semejante prodigio. Imposible no quedar impresionado con tanta armonía junta. Era un cantautor de verdad. Un mago frente a mis ojos.
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Varias décadas después, allá por 2005, se lo conté mientras conversábamos en su estudio. Había luna en la ventana y entusiasmo en el ambiente. Luis estaba produciendo un excepcional trabajo inspirado en el “Popol Vuh”, en el cual había depositado su vena más exquisitamente ecléctica. Aquella noche oí por primera vez la canción que considero su obra maestra: “Santiago, Atitlán”. Otro lago. Otro ritmo. Otras aguas. “…y el pato poc ya no nadó…”, decía parte de la letra de esa poderosa cumbia con chirimía y guitarra eléctrica roquera, que es un desborde de talento con los colores más finos y contrastantes de la imaginación musical. No me recupero aún del asombro. Es una súper pieza. Y celebro haber conocido y querido a su autor, con la relación de familia que siempre tuvimos. Él sabía lo mucho que esa canción significaba para mí. Se lo dije cuantas veces pude. Y no fueron pocas. Solíamos hablar horas y horas, regularmente hasta muy tarde. “Váyase ya, compadre, porque usted madruga”, solía decirme. Pero igual nos quedábamos más tiempo hablando. Y muchas de nuestras charlas eran proyectos y sueños. Asimismo, historias. Lo más ameno del mundo era oírlo contar sus anécdotas. ¿Cómo no recordar su manera única de relatarlas, con aquel lenguaje altisonante tan suyo y tan teatral? La mejor: La que protagonizó con una de sus parejas de juventud y una atípica suegra, inenarrable por esta vía. Nunca me reí tanto en una velada. Pero había otra que me divertía mucho, relacionada con el mensaje que una mujer, interesada en contratarlo para un concierto, le dejó en su teléfono. “Hola. Soy Fulana de Tal. ¿Podría decirme cuánto cobra por noche el señor Galich y qué toca?” El involuntario doble sentido de la dama le sacaba las carcajadas. Su picardía era sana para contar el episodio. Sana y brillante.
Te deseo descansar en música. Esa música que te daba paz y que transformaba tu rostro en el más feliz del planeta cuando, con tu guitarra y tu voz, ejercías tu oficio con la máxima plenitud".
Tenía gustos muy selectos, mi amigo. Les Luthiers y Victor Borge, por ejemplo. Ambos fueron influencia decisiva en su sentido del humor, no tanto por lo que los admiraba, sino cuanto por las afinidades naturales entre ellos. Él era un ingenioso escénico muy en su línea. Pero sin guion. Lo suyo era espontáneo. De hecho, no conozco a otro “coplero” tan audaz y tan gracioso. Luis era un especialista en describir a alguien con la chispa del momento. Y era cariñoso para hacerlo. Y también espectacular.
Tres canciones me lo recuerdan con certeza entrañable. “The Boxer”, de Simon & Garfunkel, era una de sus favoritas. Lo retrata en algún sentido, porque fue un luchador que boxeaba no con puños, sino con luz. Con ángel. No por casualidad cantó en cuatro continentes. También le fascinaba “I Know What I Like”, de Genesis. Y si alguien sabía muy bien lo que le gustaba, ese era él. Desde que era niño, en Chiquimula, descubrió el misterio de la voz humana haciendo melodías, se percató del llamado de la vocación. Y por ello le dio vuelo y gracia a su garganta con la totalidad de los géneros posibles. Otra de sus canciones clave era “lsn’t Life Strange”, de los Moody Blues. Es la que más me cuesta oír ahora que mi gran amigo ya no está para compartirla. Por él la aprecié. Y siempre me lo recordará cuando cantaba la parte de “wished I could be in your heart…”…(¿Por qué no estás aquí, hermano? Te extraño de verdad. Como lo hará tu público. Como ya lo hacen tus brothers.)
Se está cayendo el cielo con la lluvia. No puedo evitar la tristeza sabiendo que no volveré a conversar con él. Que no podré disfrutar el relato tan bien hilado que hacía del drama de doña Beatriz de la Cueva, personaje al que estudió exhaustivamente y del que escribió una ópera, cuya pieza central se titula “La dolorosa”. Queda tanta obra de Galich en ese equipo de grabación que lo acompañó durante noches enteras. Tanta obra por rescatar. Tanta obra por dar a conocer a este mundo que a veces le fue hostil a su sensibilidad extrema.
Y si alguien sabía muy bien lo que le gustaba, ese era él. Desde que era niño, en Chiquimula, descubrió el misterio de la voz humana haciendo melodías, se percató del llamado de la vocación".
He conocido a muy pocos a quienes sus amigos los quieran tanto como a él. Si he de ser franco, hasta quienes no eran sus cercanos le guardaban afecto. Fritz Thomas está en lo cierto cuando lo describe como “el amigo más leal”. Don Luis Herrera va muy bien cuando sugiere oírlo cantar “La mitad de mi naranja” con los ojos cerrados y después aplaudirlo. El Gordo Estrada lo espera en su casa entre Navidad y Año Nuevo, porque Galich es parte del vecindario y de la familia. El tío de nuestros hijos. El maestro de todos.
El cielo deja de caerse, porque la lluvia guarda silencio en honor al gran cantautor. Me armo de coraje y hago sonar “lsn’t Life Strange” (¿Acaso no es extraña esta vida, cuando te vas justo a las tres “de un domingo así cualquiera”?).
Mi tan querido Luis: Gracias por tu bondadoso corazón de quetzal. Gracias por haber entendido mis mensajes cifrados. Gracias por encender tantas quimeras. No te deseo descansar en paz. Te deseo descansar en música. Esa música que te daba paz y que transformaba tu rostro en el más feliz del planeta cuando, con tu guitarra y tu voz, ejercías tu oficio con la máxima plenitud. Suena “wished I could be in your heart…” (¿Por qué no estás aquí, hermano? Te extraño de verdad…) Galich, mi amigo. Tus pies siguen cantando en la arena.