Opinión

A lo lejos, la procesión

"El corozo y el incienso cruzan destinos con un baile de fragancias. El morado domina los gestos del reloj".

Hay situaciones complejas en la vida. Episodios en los que uno prefiere acarrear un enorme desgaste antes de ofender a alguien que la está pasando mal. Muchas veces, la hoguera surge de acciones que no son lo que parecen. O que son así, pero en circunstancias intrincadas y sinuosas. Hablo de los callejones “pierde-pierde” en los que meterse es malo y seguir de largo, también. El tiempo es sabio y certero en aclarar esas dudas. Aunque se demore en hacerlo. Aunque no haga justicia en el momento justo, valga la redundancia.

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Una concatenación de infortunios suele concretarse con noticias tristes. Ocurre que uno pueda estar en el sitio nefasto, a la hora equivocada. Y que no se reaccione apropiadamente cuando deba pensarse con cabeza fría. Los asaltos son el obvio ejemplo. Uno nunca sabe cómo va a comportarse a la hora de ser amenazado con un arma de fuego. Tampoco prever si, frente a una tragedia, romperá en llanto o si se quedará cual zombie sin decir palabra.

El corozo y el incienso cruzan destinos con un baile de fragancias. El morado domina los gestos del reloj".

Una decisión no suficientemente meditada acarrea consecuencias. El trajín del diario vivir no es el mejor consejero. En esas encrucijadas, uno tiende a cometer errores. A no ser exacto en sus respuestas. A no tomar el camino moderado, sino el radical. Y después, uno se lamenta y no le queda más consuelo que pedir perdón.

Hay, sin embargo, seres que abusan de lo calculador y de lo infame. Que causan el daño a sabiendas y sin importar a cuantos atropellan. Hablo de aquellos que han saqueado el erario público por obra y desgracia de la insaciable corrupción, o que se han enriquecido por la ley del látigo. Me refiero a quienes matan, roban y ultrajan, sin que medie la mínima dosis de piedad. Y en esos trapos, medrar a costa de la pobreza de los demás no se repara solo con el transcurrir de los años. En todo caso, se resarce cuando esos años se pasan en la cárcel. A lo que es indispensable añadir un arrepentimiento pleno y reconocido de cara al sol.

Escribo esto en una tarde de soporífero calor, en la que percibo la quietud de los días santos. A lo lejos, va la procesión. La inigualable puesta en escena de la cultura viva y de las tradiciones que nos retratan. No se oye el tráfico. La ropa fresca deambula por la calles. Las oficinas mueven a vapor lento el ajetreo de su tren.

“El arte de descansar es una parte del arte de trabajar”. Lo decía John Steinbeck. Trataré de aplicarlo durante esta Semana Mayor. Intentaré reponerme de los afanes excesivos de la coyuntura que nos circunda. De los golpes bajos que son la norma. Del acoquinamiento voraz que no nos permite respirar tres segundos, sin que la agitación marque la pauta.

La inigualable puesta en escena de la cultura viva y de las tradiciones que nos retratan. No se oye el tráfico. La ropa fresca deambula por la calles. Las oficinas mueven a vapor lento el ajetreo de su tren".

Hay situaciones complejas en la vida. Hablo de callejones “pierde-pierde” en los que meterse es malo y seguir de largo, también. Pero no siempre es así. No todas las mañanas se levantan con la brújula atrofiada. Y a uno le queda el consuelo de pedir perdón o de darlo sin rencores. Sano es, por consiguiente, perdonarse a uno mismo cuando se incurre en una pifia. Y sano es, para el alma, jamás prescindir de la conciencia.

El corozo y el incienso cruzan destinos con un baile de fragancias. El morado domina los gestos del reloj. La fatiga de las corbatas se toma el tiempo para desanudar la inercia. Amanece más pronto. Y mientras tanto, el soporífero calor sigue de protagonista. Y las oficinas languidecen. Y el tráfico se calma. A lo lejos, va la procesión. O tal vez muy cerca. O muy adentro aquí donde el agobio acecha. Respiro hondo. La paz comienza a regresar. El tren del ajetreo se descarrila por unos días.

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