Opinión

El amor incondicional

“Recuerdo con deliciosa nostalgia nuestra dinámica de ‘“una canción yo y otra tú”.

Aprendo siempre de mi hija. Ella me abre el camino y me corrige los pasos con sus anhelos visionarios y sus patrones de costura. Por el estoico ejemplo que me da, intento cada día ser menos viejo. Sin gran éxito, me diría ella con su intrépido sentido del humor. Y me lo ratificaría de inmediato con una lección exprés de manejo y maniobra del teléfono móvil. Me costó aceptarlo, pero al cabo de los años lo hice: en mi generación, los padres recibimos las instrucciones de los hijos, no como antes. Provechoso cambio. Ya era hora de que lo asumiéramos. Porque igual siempre ha sido así. Aunque a uno de papá le toque ser “la voz de la experiencia” y el referente ético de los modales, los mayores descubrimos las grandezas del mundo por la lucidez crédula  y directa de los niños. Mi hija me enseñó el amor incondicional. Y me demostró que luchar es un verbo que dignifica y que da fuerzas para activar otros verbos: aquellos que desafían a los ventarrones rutinarios del diario vivir, o los que sobrevienen en las tormentas que nos sorprenden en el transcurso de un desolado paréntesis. Cuando se soltó a caminar, yo me liberé de mis amarras más crueles y le di la mano para cuidarla y seguirla en sus recorridos inéditos. He pretendido, desde aquel día, ofrecerle mi apoyo sin abrumarla con mis paranoias. También respaldar sus andanzas, ajeno al irrespetuoso yugo de mis designios. Dejándola dominar su espejo. Animándola a elaborar su brújula. Estimulándola a dibujarse sus peldaños. Así he tratado de ser. Con mis errores. Muchos. Pero a su lado. Con mis fallas. Varias. Pero feliz de ser su papá. Con mis tropezones. Caóticos. Pero rectificando el rumbo en función suya.

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Mi hija me enseñó el amor incondicional. Y me demostró que luchar es un verbo que dignifica y que da fuerzas para activar otros verbos".

Recuerdo con deliciosa nostalgia nuestra dinámica de “una canción yo y otra tú”. Nos dimos tanto en esa viceversa amorosa. Yo le entregué a los Beatles y a Pink Floyd. Ella me concedió a Lana del Rey y a Adele. No pude contagiarla de Dylan ni de Jethro Tull. Ella tampoco pudo entusiasmarme ni con Marroon 5 ni con Artic Monkeys. Fue conmigo a un recital de Yes; la tercera edad en pleno. La llevé a un espectáculo de David Guetta; la plena estridencia. Tolerantes ambos. Sigo insistiendo para que lea a Cortázar, y aunque nunca alcancé a terminar despierto sus películas de Harry Potter,  vimos mil veces “Tarzan” cantando a dúo el soundtrack de Phil Collins. El placer de ser padre e hija lo hemos compartido en vídeo, DVD, pantalla grande y Neflix. Todos los formatos. Todas las versiones. Todos los ángulos.

Escribo esto en un tren. Exactamente en el mismo trayecto que hicimos juntos cuando ella cumplió 15 años. Muchas estaciones han ido y venido desde entonces. Atrás han quedado villas, ovejas, bosques y cultivos. También algunas lágrimas innecesarias. Episodios arduos y extremos. Alegrías profundas. Complicidades grandiosas. Rompimientos. Togas. Revelaciones. Charlas memorables. Risas del alma. Bromas y dichos en común. Palabras altisonantes que nos divierten. Silencios francos que nos acercan. Tiempo de orillas heridas que sanan con melodía de puentes. Verano. Otoño. Invierno. Y con intensidad, la primavera. Esa que, en sus ojos idénticos a los míos, viene sin irse y se queda cuando acaba de llegar. La consagración de Vivaldi en un parpadeo; el estilo clásico y de vanguardia que dura la temporada entera, una y otra vez.

Yo le inspiré su espíritu viajero y la orienté hacia los sabores picantes de aquí y de allá. Ambos estamos del mismo lado en cuanto al momento del país".

Ella escogió la moda como expresión de su talento. Yo, desaliñado por vocación en la ropa, me arropo con el aliño de su vocación. Y gozo viendo sus diseños en el atelier de su mesa de trabajo; el suspiro entre los tiempos. Me la disfruto cuando escoge telas y materiales: tafetán, seda, hilos o pedrería. Promociono permanentemente su vestido de graduación, hecho y bordado por ella misma. La sueño abriendo su tienda en París y Nueva York, y utilizando para sus colecciones los múltiples nombres con los que, solo en privado, me refiero a ella con entrañable tono. Dios me guarde de revelar esos nombres. Estoy advertido. Pero mantengo la esperanza de que una línea de sus pasarelas le haga honor a ese secreto. No importa dónde. No importa cuándo.

Le doy, me da. Nos damos. Ella me regaló la fascinación por los gatos, con la aerodinámica plenitud de su inteligente compañía. Yo le inspiré su espíritu viajero y la orienté hacia los sabores picantes de aquí y de allá. Ambos estamos del mismo lado en cuanto al momento del país. Queremos el cambio. La desintoxicación del ambiente. La justicia para todos. Ambos aspiramos a una Guatemala saludable y solidaria, donde hablar de equidad no signifique ser comunista.

Mi hija es la espléndida escuela de la luz. Aprendo mucho de ella. Derroto infinidad de sombras por la certeza de sus faros. Soy su seguidor sin reservas. Su devoto consentidor. Su latoso ignorante tecnológico, que suma conocimiento en cada encuentro con su virtud clarividente. No podía ser de otra manera, pues le debo lo mejor que este tren de la vida me ha prodigado en sus estaciones esenciales: el amor incondicional.

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