El país se cae a pedazos. Como siempre, pero diferente. El país se desmorona en un gotero sin control. Como ha ocurrido tantas veces. Somos reactivos en exceso. Nunca prevenimos. Preferimos lamentar. Y cuando lamentamos, nos da por gritar consignas y proclamas que nos vuelven repetitivos en lo estéril. Y usamos los mismos argumentos. Las mismas aberraciones intelectuales. Los mismos clichés de un pasado que dista enormidades de nuestro presente tan complejo. Somos expertos en el “Jesús María” después del trueno; nunca revisamos el “estado del tiempo”. Y si lo consultamos, no le creemos. Aunque nos pinte con pelos y señales lo que se viene. Los ejemplos abundan por estos días. Todos sabíamos que, más temprano que tarde, iban a rescatar a un pandillero de algún hospital. Balazos y muertos inocentes incluidos. Y que la escena de la extrema violencia podía volver en cualquier momento. (Muy bien el doctor Carlos Enrique Soto, director del Roosevelt, declarando que “ni con orden del presidente” recibía más reos en dicho centro asistencial. Ya hacía falta un liderazgo con esa decisión y ese coraje. Alguien tiene que decir con palabras lo que el silencio apático calla inútilmente. De hecho, por el estilo represivo de este gobierno, pensé que iban a destituirlo. Por fortuna, lo respaldaron. Si lo despedían, la paralización de médicos era inminente. Algún sensato queda en el Ejecutivo que evitó una debacle peor.)
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Es vil y execrable lo ocurrido el pasado miércoles en el mayor hospital de Guatemala. Un crimen atroz y sanguinario para cuyos autores se exige todo el peso de la ley. Rechazo, sin embargo, el oportunismo burdo de los políticos “penamuertistas” que se aprovechan del miedo de la gente para llevar sangre, quise decir agua, a su molino. Son ellos los que se desgañitan para que se ejecute ipso facto a este tipo de sicarios, como si tal cosa sirviera realmente de algo. Asimismo, me inquieta lo superficial y lo chato del análisis de los “muertepenistas” de ayer y de hoy, que no se cansan de pretender solucionar lo inmediato con violencia, como si no existiera el mediano plazo. Especialmente cuando, con insinuaciones no siempre inconscientes, sugieren la limpieza social. Para que lo sepan: no es matando a un marero como nos evitaremos veinte muertes más. Si ese marero no lo hace, lo hará otro. Aquí, sicarios es lo que sobra. De todas las edades y colores. Y solo seremos capaces de bajar al mínimo ese tipo de barbarie si logramos la paz. Es decir: un país con más niños en la escuela (una buena escuela), más gente con empleo (un buen empleo), más población que, cuando se enferme, pueda ser atendida (bien atendida) y más instituciones que hagan del Estado un generador de concordia y de confianza (no de pugna ni de rencores) que impulse el emprendimiento y una sensata igualdad (no expropiatoria, sino solidaria). Lo más visceral y lo más demagógico es salir con la bandera de la pena capital, como que si la Justicia fuera capaz de procesar los casos con celeridad y con certeza. Aunque claro, la pancarta pega. (Pena de muerte para los pandilleros porque matan salvajemente, pero perdón para quienes se han robado el país, aunque hayan matado de hambre o de falta de medicamentos a millones: esa es la lógica del despiadado. Y peor aún, cuando ignora los crímenes de lesa humanidad que en nombre de la “democracia”, y hasta de la “revolución”, se cometieron no hace mucho, y que son la base de la crueldad inclemente de los matones de estos días). Aquí se previene muy poco. Casi nada. Vean las carreteras. Observen los tribunales. Síganle la pista de la red hospitalaria. Sufran el tráfico. (Lo del kilómetro 9, rumbo a Boca del Monte, es de pavor. Una vía pública que depende de un propietario privado de un terreno por donde pasa la carretera. 90 mil automóviles que, tarde o temprano, serán desviados a otras rutas, ya de por sí saturadas. No quiero ni imaginarme el suplicio vial y humano que eso supondrá).
No es solo el Estado como tal el que no previene. Va en la cultura. Nos fascina transitar con lo mínimo de combustible. Jugar con fuego. Esperar hasta el límite para ir a pagar una cuenta o un impuesto. No hacer testamento ni arreglar los asuntos familiares. La procastinación en sus versiones más primitivas. El chapuz nos embelesa con su efímero engaño, ese que apenas resuelve la emergencia. Nos seduce patológicamente tapar un agujero para que otro quede ahí. Desvestir un santo para desnudar al de a la par. Y vemos aproximarse la tormenta y ni siquiera se nos ocurre persignarnos.
El país se cae a pedazos. Como siempre, pero diferente. El país se desmorona en un gotero sin control. Como ha ocurrido tantas veces. No hay liderazgo visible en los puestos clave. ¿Por qué será que la palabra “colapso” me hace tanto clic en estos días? No preciso de mucha argumentación para explicarme. Sí: “colapso” es la palabra.