“¿Qué estás haciendo? Siempre que vengo estás metido en ese juego, deberías de estar estudiando, u ordenando tu cuarto. Eres incapaz de ayudar con las tareas de la casa. No se te puede pedir ningún favor, tienes pésima voluntad. No ayudas en nada”.
PUBLICIDAD
Las palabras de su padre retumbaban en su cabeza como un mantra, el cual, poco a poco, se iba volviendo una realidad para él. Cada vez que cometía un error, u olvidaba hacer sus tareas cotidianas, escuchaba el mismo sermón.
Es bastante irónico que estudiemos más de 12 años en el colegio, más los 5 años de la universidad, y no tomemos ni siquiera un curso para aprender a ser buenos padres. Lamentablemente, nadie nos enseña cómo tratar a un niño, ni el impacto que nuestra comunicación va a tener en su vida adulta.
La mayoría de nosotros somos una fiel copia de nuestros padres, o de quienes nos criaron. Es decir, que tratamos a nuestros hijos como nos trataron a nosotros, hasta con las mismas frases, entonaciones y hasta los mismos castigos. Quizás nuestra lógica es que si seguimos vivos y estamos parados en esta vida no lo pudieron haber hecho tan mal, ¿no?
Sin embargo, ¿qué pasa si la forma en que nuestros padres se comunicaban con nosotros no era la correcta? ¿Qué pasa si ese trato hostil y autoritario que aprendí de mi padre está haciendo estragos en la confianza y amor propio de mi hijo?
Nuestros hijos son esponjitas que absorben todo lo que les decimos y, sobre todo, cómo se los decimos. Es tanto los que confían en nosotros que ni dudan de la veracidad de nuestras palabras.
Esto me recuerda a la conocida escena de la película “En busca de la felicidad”, donde el padre le dice a su hijo que nunca destacará en el baloncesto, ni será un jugador profesional. En ese mismo momento se ve el cambio en el rostro del niño, ya que él “cree” fielmente lo que su padre le dice y como resultado se desanima y deja de jugar.
Cuando el padre ve el impacto de sus palabras en su hijo, recapacita y le dice: “Nunca dejes que nadie te diga que ‘no’ puedes hacer algo, ni siquiera yo”.
PUBLICIDAD
Nuestros hijos se nutren de nuestras palabras, de nuestras miradas, de nuestros consejos. ¿Cómo un joven va a salir adelante si la madre está todo el santo día recordándole lo inútil que es? ¿Cómo el niño va a decir la verdad, si cada vez que la dice es regañado?
La disciplina y la obediencia es necesaria pero, ¿hasta qué punto? Muchos padres, al regañar a sus hijos, utilizan adjetivos calificativos negativos, juzgan sus comportamientos, los tratan con un tono hostil y displicente.
Recordemos que los que los trajimos al mundo fuimos nosotros. Debemos hacernos responsables por todo lo que les decimos, lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.
Muchos niños crecen con un tremendo miedo a ser abandonados. No dejemos que a través de nuestras palabras les dejemos pensar que ya no los amamos, que hemos dejado de confiar en ellos.
Por el contrario, independientemente del error que pudieron haber cometido, denle las palabras de amor que necesita para aprender del error, levantar la mirada y ponerse de pie como un niño seguro de sí mismo y de sus capacidades. Como un joven que recibe amor y validación a pesar de sus debilidades o errores.
El niño debe saber que por muy grande que sea su error, sus padres lo siguen amando “tal cual es”, y jamás lo dejarán de amar, demostrándolo todos los días, con palabras y gestos de amor. Se gana más con miel que con hiel.