“Nunca pensé que iba ser así de malo”. “La verdad es que creía que mi jefe era distinto”. “Siempre pensé que mi esposa era otro tipo de persona, pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocado”. “La película no era tan buena como me habían dicho”. “El hotel se veía mejor en la foto”. “Esperaba una respuesta más rápida y un mejor servicio”. “Hubiera preferido un auto más grande”. “El restaurante es bueno, pero no tanto”.
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La mayoría de nosotros pasamos todos los días basados en las expectativas que nosotros mismos generamos, ante cada uno de los acontecimientos que rodean nuestra vida. Medimos cada experiencia con nuestra propia vara, juzgando y definiendo si es mejor o peor de lo que esperábamos recibir.
El esperar más de la cuenta es una costumbre que nos acompaña desde chicos, ¿recuerdan en las navidades cuando esperábamos recibir la bicicleta de nuestros sueños y simplemente nos daban un juego de mesa?
Desde pequeños estamos pensando en todo lo que queremos recibir, haciendo que nos vivamos comparando con lo que otras personas reciben. Y como la mayoría de veces, nuestras expectativas superan la realidad al medirlas con lo que realmente recibimos, y nos sentimos decepcionados, frustrados, enojados y hasta estafados.
Recuerdo que al día siguiente de Navidad, la pregunta que todos te hacían era: ¿qué te regalaron? Evidentemente, el más popular del día era quien había recibido el mejor regalo, haciendo que todos los demás miráramos de nuevo el regalo que con esfuerzo nuestros padres nos habían comprado.
Sucede también al emprender un nuevo negocio. Pensamos que todo va a ser perfecto, que las cosas van a ser fáciles y marcharán sobre ruedas y que los clientes van a responder con prontitud. Cuando más creemos que esto va suceder, es cuando más nos damos cuenta que nuestras expectativas eran demasiado altas, y que en realidad tenemos que empezar picando piedra, y no desde la cima como lo pensamos en un principio.
En el ámbito profesional nos pasa incluso con la gente que contratamos. Al inicio tenemos una expectativa del perfil del candidato, y si le sumamos su currículum y el resultado de sus pruebas psicométricas, podríamos decir que es la persona perfecta.
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Cuando ya lleva algunos meses trabajando con nosotros, nos vamos dando cuenta que nuevamente nuestras expectativas eran demasiado altas y que habíamos idealizado las aptitudes del candidato.
El verdadero problema no está en tener altas expectativas, sino en medir nuestra felicidad o nuestra productividad basados en el cumplimiento de las mismas. Es decir, si superamos nuestras expectativas, nos sentimos felices y satisfechos, pero si no, nos sentimos frustrados y el sentimiento de vacío nos inunda.
Con esto no estoy queriendo decir que no hay que tener expectativas, ilusiones o sueños. Simplemente quiero decir que cuando las expectativas son demasiado altas, la decepción es inevitable.
Sin duda, las cosas no resultan siempre como queremos, por eso tenemos que aprender a aceptar lo que recibimos y no estar esperando todo el tiempo, esperar a que la persona cambie, a que llame, a que compre, a que ame.
Tenemos que dejar de esperar lo que nosotros queremos, y comenzar a aceptar lo que nos dan. Estar constantemente enfocados en agradecer lo que recibimos, y aceptar las cosas como son. Si no lo logramos, vamos a vivir en un profundo y constante proceso de desilusión donde nunca seremos felices con lo que tenemos.
Cuando tenemos grandes expectativas, dejamos de disfrutar los detalles y las pequeñas cosas que hacen de la vida una vivencia maravillosa.
El que no espera agradece lo poco que le dan.