Opinión

Su nombre es Adán; es lustrador

"Tiene que estar muy enferma esta sociedad para tolerar, con tanta apatía, a los innumerables niños que andan por las calles con su cajita de madera y las manos llenas de betún".

Ver niños que lustran zapatos siempre me ha fastidiado el alma. Recuerdo ese rechazo desde mi infancia. Y la congoja sigue lacerándome cada vez que veo a un menor con su cajita de madera y las manos llenas de betún. En un sitio poco usual para ello, me crucé con uno hace tres días. Estaba sacándole brillo a las botas de un corpulento laborante, presumiblemente recién salido de una fábrica cercana. No sabría precisarlo. Lo cierto es que la persona que me acompañaba hizo que viera ese dramático cuadro con otros ojos. “Por lo menos está luchando y se gana la vida honradamente”, me insistió. Y yo acaté su argumento con el displicente acomodo del clásico conformista. Pero cinco minutos después reflexioné. Triste consuelo, me dije. La versión menos mala del escenario peor. Era un mediodía con sol implacable; los automóviles circulaban delirantes sobre el vaivén de un bullicioso sábado.

El castellano del pequeño no era del todo expresivo. Lo noté cuando una mujer le preguntó cuánto cobraba. Sin embargo, se daba a entender lo suficientemente bien como para agenciarse el pan diario. No pude evitarlo. Mientras él le devolvía su mejor color a mis zapatos deportivos negros, empezamos a conversar. No fue mucho lo que hablamos. Sin embargo, los datos periféricos completaron una historia. Su nombre es Adán. Tiene siete hermanos. Viene de Chimaltenango. Su idioma materno es el kaqchikel. Por cada servicio recibe Q4. Cuando es un buen día hace entre diez y quince lustres. Una vez logró llegar a treinta y dos. Sucedió en un condominio. Dice que el guardián lo dejó entrar al estacionamiento y que aquella mañana le abundaron los clientes. Fue la última vez. Cuando intentó regresar ocho días más tarde, un lustrador adulto lo amenazó con golpearlo si se atrevía a quitarle esa “mina de oro”. Se desilusionó, mas no permitió que aquella derrota lo apabullara y pensó que ofrecer su trabajo en otros edificios podía traerle oportunidades similares. No ha ocurrido hasta ahora. Me cuenta que uno de sus hermanos intentó irse hacia Estados Unidos. “Se fue p’al Norte”, me relata. No alcanzó ni siquiera a pasar de México. Eso lo colijo porque me confirma que el aventurero sigue aquí. Adán es parco y reservado. Apenas habla, pero revela mucho con lo que calla. Pasada una hora, ya no estoy oyendo su relato. Mi deambular solitario del fin de semana me lleva hacia un centro comercial donde las ofertas predominan.

El ir y venir del consumismo frívolo me rodea. Yo mismo soy parte de la superficialidad del ambiente. Me tomo un café por el que pago Q24. Sí, exactamente lo que equivale a seis lustres de Adán. En la mesa de atrás, dos jóvenes se lucen describiendo sus excesos. Lo que uno puede llegar a oír en un restaurante. No es lo único. A mi lado, una madre le confía a una amiga (y sin saberlo, a mí) cómo su hija le exige lo imposible. La mujer se queja del trato desamorado de la adolescente hacia ella. De sus desprecios en público. De su falta de conciencia en cuanto al esfuerzo que hace por mantenerla decorosamente, a pesar de que el esposo se fue y no le da nada a la familia. Inevitablemente, pienso en el lustrador que horas atrás le había sacado lo reluciente a mis zapatos deportivos negros. También a él, según lo que pude adivinar en el entrelíneas de sus palabras, su papá lo abandonó. Es dolorosamente común, común en demasía, comúnmente cruel, pero no es ese su desamparo excepcional. En Guatemala trabajan casi un millón de menores. No van a la escuela. Apenas juegan.

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No comen bien. Y como el lustrador kaqchikel que me llevó a esta reflexión, enfrentan inermes a los implacables y desalmados peligros de la calle. Recuerdo ahora las frases de consuelo que me dijeron cuando lo vi al pie de unas botas a las que les procuraba el mayor brillo. “Por lo menos está luchando y se gana la vida honradamente”. Eso, ciertamente, es mucho mejor que robar. De hecho, es heroico y digno de ser imitado. Pero a otra edad. Con más experiencia. Ya con un recorrido lúdico detrás. De adulto, pues, como corresponde.

Paso frente a una enorme tienda de tecnología donde un niño le hace el megaberrinche a sus padres para que le compren un aparato electrónico. Así me percato de la fecha: me refiero al sábado recién pasado. Es 8 de julio. Justo cuatro meses transcurrieron desde la tragedia del “Hogar seguro”. No creo que haya cambiado mucho el país desde entonces. Tal vez no ha cambiado nada. Yo mismo soy parte de la superficialidad del ambiente. Tiene que estar muy enferma esta sociedad para tolerar, con tanta apatía, a los innumerables niños que andan por las calles con su cajita de madera y las manos llenas de betún. Hoy he visto de cerca la iniquidad del sistema encarnada en un ser humano. Un ser humano que no alcanza ni siquiera los nueve años de edad. Su nombre es Adán; es lustrador.

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