Un tuit de la cuenta de la CICIG me hizo meditar en cuanto a nuestra cultura tan “naturalizadamente” aceptada como corrupta. “A diferencia de hace dos años, ahora las personas que incurren en actos de corrupción temen ser descubiertas”. ¿Cuántos de los que hoy guardan prisión por los casos destapados desde abril de 2015 se imaginaron que el brazo de la justicia podía llegar hasta ellos? Seguramente ninguno. Y apuesto a que varios, los menos, ni siquiera actuaron de absoluta mala fe. No los exculpo ni los excuso. Solo trato de entender los contextos. Habrá quienes lo vieron “normal”, porque así se había hecho siempre. Es decir, se prestaron porque “así era siempre”. Y eso, por cierto, pudo pasarle casi a cualquiera. Entre ellos han de figurar, contados con los dedos de una mano, aquellos que no se llenaron los bolsillos con lo que avalaron o firmaron. Casos patéticos de verdad. Casos para tomar conciencia.
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A propósito, quiero creer que eran otros tiempos. Hoy el panorama se ve diferente. La impunidad, aún reinante, tambalea en sus certezas diabólicas. Hay un antes y un después. Y detrás, un proceso en el que, sin la CICIG, los resultados hoy alcanzados hubiesen sido imposibles. Pienso en el caso de Marco Tulio Abadío. Supongo que su actuar desbarró hasta tal punto que fue necesario soltarle la alfombra. Pero como él ha habido innumerables en la administración pública. Asimismo han sobrado los equivalentes a sus contrapartes privadas. Donde hay gente hay corrupción. Eso es inevitable. Lo que una sociedad puede lograr, y de hecho está obligada a buscarlo, es a establecer controles preventivos y punitivos para frenar que el río de las tentaciones se desborde. Ese río de negocios putrefactos que empobrecen al más pobre y le arrebatan la esperanza al que apenas respira. Abadío y su liberación anticipada son un ejemplo de cómo las leyes anticorrupción van cercando a quienes delinquen. Si en sus tiempos hubiera estado vigente la extinción de dominio, no podría ahora salir a gozarse sus millones. Si se rehabilitó, tendría que partir desde cero. Sigo ahora analizando el tuit de la CICIG. Durante la lucha armada, nadie pensaba en que algún día existiera la justicia posconflicto. Se asesinaba, se secuestraba, se desaparecía, se ajusticiaba y se torturaba con la lógica de que eran actos de guerra. Por lo menos eso es lo que sostienen ahora los apologistas de la barbarie. Pero ni de un lado ni del otro puede generalizarse de una manera tan cómoda ese accionar de muerte. Aunque he de añadir que, en ocasiones, exista el derecho a las lecturas muy propias de las coordenadas de aquellos años infames. Lecturas de sobrevivencia o de inercia.
Lecturas de idealismo o de órdenes que tenían que cumplirse. Pero miedo a la justicia no había en materia de lesa humanidad. Ni tampoco en lo concerniente a enriquecerse sin recato con los negocios del gobierno. Luego, ya en la democracia, el mecanismo del saqueo fue “perfeccionado” hasta alcanzar la bajeza de una banda de ladrones que hizo del Estado una mafia de robo insaciable. Esa banda se pasó de la raya y, aunque estuvo a punto de salirse con la suya en pleno disfrute de su botín, le sucedió lo entonces impensable. Y así presenciamos las capturas del caso La Línea hace 25 meses. Pero también para llegar hasta ahí hubo que atravesar múltiples caminos y sortear infinidad de obstáculos. La tan exitosa CICIG de Iván Velásquez redondea con casos sólidos a la Comisión de Carlos Castresana, cuyo trabajo para posicionar el tema de la impunidad en un país que la veía como cotidiana fue fundamental. Y la historia podría ser absolutamente otra si las debilidades y la falta de rumbo durante la gestión de Francisco Dall’ Anese hubieran hecho naufragar el experimento de Naciones Unidas. A todos nos beneficia que hoy, tanto el corrupto como el corruptor piensen dos veces en lanzarse a desfalcarle millones al erario público. Ello, por más que se perciba que el latrocinio se mantiene. Mucho se caminaría en el país si los niveles de impunidad bajaran de forma significativa en los próximos cinco años. Mejoraría la seguridad en la calles. Nos tendríamos más confianza. Habría menos muertes evitables en los hospitales o en las carreteras. Se multiplicarían las oportunidades y no habría tanta urgencia de ir a encontrarlas a Estados Unidos. De eso se trata realmente. No es que todos tengamos derecho a prosperidad, sino que todos podamos aspirar a ella con similares posibilidades. Tal vez sea mucho pedir que la gente no se corrompa por vocación. Pero con que se abstenga de robar por miedo, algo se habrá alcanzado. Y ese miedo, como las oportunidades, debe ser para todos.
Que nadie se sienta libre del brazo de la justicia. En eso, como mínimo, deberíamos estar de acuerdo. Sin embargo, es ahí precisamente donde el problema comienza. Porque todavía quedan muchos que suspiran por la impunidad. Y muchos que la defienden disfrazando su lucha de nacionalismo. Que quede claro: así como no es lo mismo pálpito que palpito, no es igual pretender (de buena fe) que los guatemaltecos arreglemos nuestros asuntos, lo cual es impostergable, a vociferar (de mala entraña y con dolo) que los extranjeros no deben interferir en nuestras aberraciones institucionales, solo porque son efectivos para golpear al crimen organizado.
El mundo ya no es el de antes. El antes ya no encaja en este mundo. Si no me cree, imagínese sin teléfono celular. Imagínese sin internet. Imagínese en la Guerra Fría.