Florentino Fernández, publicista. Hombre de bien. Yankee empedernido. Siempre republicano, nunca demócrata. Me ha dado el cariño de un padre joven y el de un hermano mayor. Aunque nos veamos solo esporádicamente. He aquí un recuerdo certero: en 1997 estuve en su Habana natal. Me vi encantado por “la catedral sumergida en su baño de tejas” y disfruté, junto al “maistro” Quiroa, una colorida charla en los helados Coppelia. De fresa y de chocolate, para más señas. Al regresar le relaté mi experiencia a mi amiga Dina, esposa de Florentino, y ella a su vez le hizo llegar a él la historia. A los pocos días me lo encontré en un almuerzo de UNICEF, entidad con la que trabajaba en aquel tiempo, de seguro asesorando en materia de comunicación. Algo le añadí de mi periplo por las calles de la isla; de la tarde en que, luego de acercarme al malecón, un funcionario local me soltó que “en el momento en que Estados Unidos levantara el bloqueo económico, era cuestión de meses para que el régimen cayera”. Sus ojos se abrieron con una nostalgia límpida. Pero jamás me imaginé el siguiente capítulo. Florentino y Dina decidieron aventurarse hacia la Cuba de Fidel, pese a los riesgos que aquello traía consigo por su condición de exiliado. Y no fue de extrañarse: al ingresar en el país se le presentaran algunas angustias previsibles, como el interrogatorio en el consabido “cuartito” en el que le preguntaron “¿por qué te fuiste y por qué quieres volver?”, aunque igual entrara minutos más tarde. Florentino se reencontró con La Habana de su niñez. Con la vieja ciudad de su pubertad de los 50.
PUBLICIDAD
Con los primeros afanes de una vida que lo llevó a buscar destino en diversos países, de los cuales eligió Guatemala para sembrar sueños y construir un legado. No olvido el testimonio de cuando se enfrentó, recuerdos y rabias de por medio, con las paredes de su vieja casa. De cómo las tocaba intentando revivir una época ida, pero aún muy allí. De cómo aquellas añejada rabia por haberse visto obligado a marcharse se transformaba en un ron reluciente de asombros. Un ron que volvía mojito sus recuerdos en la hierbabuena del hallazgo que siempre le acompañó antes de regresar. Es cierto que discrepamos en muchas cosas con mi querido amigo. De entrada, soy Dodger y los republicanos por lo regular me han chocado desde mucho tiempo atrás, no digamos ahora con semejante esperpento en la Casa Blanca. Pero en un par de asuntos coincidimos siempre con Florentino: uno, en la admiración y el respeto por el genio de Paco Pérez de Antón; el otro, en el gusto rotundo y sincero por la privacidad; en la vocación por el intimísimo casi misantrópico. De ahí que nos veamos tan poco. Sin embargo, confieso que nuestro puente fundamental es y sigue siendo la poesía. Sobre todo la espléndida poesía que escribe Dina Posada, su compañera de siempre. Ambos conocemos de primera mano los versos que produce la imaginación lírica de quien nos une. Y fue por ese vínculo por el que llegamos a ser amigos. Él, aportando su sapiencia a partir de un mundo más terrenal; yo, deleitándome con cada palabra escrita abrumado por las imágenes. A Florentino lo vi por primera vez en una charla que dio en el antiguo “Cultura Hispánica” del cuarto piso en el edificio donde por muchos años se hizo el hoy desfalleciente diario Siglo Veintiuno. Lo sitúo en mi memoria como un hombre de verbo torrencial y lúcido. Desconocía entonces de su caballerosidad a toda prueba. Y también que había nacido un 19 de marzo, día de San José. No he visto últimamente a mi dilecto hermano paternal, a quien siempre pido consejo para aspectos de los que soy ajeno. Sé que ha sufrido de algunos quebrantos de salud, pero que se sobrepone gracias al amor que le llega desde infinidad de latitudes y de corazones. La peores bajezas de las que haya sido víctima quedan apabulladas por el reconocimiento de quienes, en el mundo publicitario, lo reconocen como “el maestro”.
Lo escribí antes: son varios los aspectos y los enfoques en los que no concordados ni por asomo con él. Y en eso radica la gracia del cariño familiar que fortalece nuestra amistad. Sé, porque lo vi, que intentó a su manera hacer por la Guatemala que lo adoptó, lo que no pudo hacer por la Cuba que le dio la vida. Le agradeceré siempre haberme defendido del veneno de un colega que me despedazó durante una cena, atacándome sin piedad. Confío en que este escrito lo retrate con justicia. La real narrativa de un viajero de mil destinos solo el mar puede contarla. Ese mar que lame las costas con su lengua a prueba de naufragios. Ese mar que, en el alma de Florentino Fernández, es una isla rodeada de eterna primavera. Un mar de hierbabuena y ron.