“El extremismo es tremendamente peligroso. El miedo que siembra y que propaga trae consigo violencia. Y de eso ya tuvimos suficiente aquí”.
En la Guatemala de estos días, llamar a la sensatez ya no es efectivo. Al que hay que llamar es al psiquiatra. O al exorcista. Mucha gente desquiciada anda por las calles. Y también por las redes sociales. El extremismo, de por sí nefasto, se está volviendo peligroso. Tanto así, que intuyo el regreso de la violencia política a la vuelta de un par de esquinas. Solo en eso puede acabar la creciente tensión. Las provocaciones abundan. Y no hay mediador en el panorama que sugiera un arbitraje como para calmar tantas agresiones, sean de aquí y sean de allá. El odio sigue avanzando en su agenda trazada con maestría. Es, además, el signo de los tiempos.
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Disentir con ciertos artículos de la reforma constitucional es parte del debate. De más está decir que quienes se pronuncian en contra y lo exponen con argumentos bienintencionados y sólidos, lo que hacen es enriquecer la posibilidad de que el texto definitivo mejore. Pero basarse en que un posible cambio en tal sentido nos convierta en “otra Venezuela” es de verdad insostenible. Mucho más si esa postura se defiende proclamando que el Departamento de Estado heredado por los demócratas en Estados Unidos tiende hacia el socialismo, y que ni Trump es capaz de detener a ese “satanás”.
En algunos mensajes que me llegan por WhatsApp, me siento como que el reloj de la historia nos hubiera regresado hasta 1954. El miedo que se infunde hacia el comunismo es tal que de verdad estuve tentado en decirle a mis sobrinas que escondieran a sus hijos, todos niños, porque de pronto alguna turba de stalinistas (o chavistas) podían comérselos en plena calle. Lo cual, aclaro, es broma. Y lo aclaro, porque las mentes crispadas de la temporada podrían tomárselo en serio. No veo coherente, además, que se pida a gritos y con indignación la salida de Iván Velasquez y de Thelma Aldana de sus puestos, cuando ellos han propiciado la mejor oportunidad que ha tenido el país, desde que me acuerdo, para ver alguna luz a la distancia en este túnel de podredumbre al que nos llevaron los corruptos de todas las estirpes y calañas. Es cierto: ambos han cometidos errores. Uno de ellos, sobredimensionar su nivel de influencia al asistir al Congreso, junto con el procurador de los Derechos Humanos, como presión para empujar las reformas. Eso demostró, entre otros aspectos, que carecen del poder que los extremistas del nacionalismo destructivo (como le llama Vargas Llosa) les atribuye. Si tanto fuera el miedo de los diputados a que los procesaran, la reforma ya estaría más que aprobada. Pero no. La reforma da un paso hacia adelante y dos hacia atrás. Así es la política. Y es correcto y deseable que el Congreso se tome su tiempo para lograr un cambio que de verdad nos ayude a luchar, con mayor fuerza, contra la impunidad. Solo espero que ese tiempo no sea una “eternidad dilatoria” que respalde y proteja a quienes, con mucho poder aún, paran, entorpecen o desfiguran los intentos para que se legisle con el fin de que el sistema funcione. Existe ya un consenso entre buena parte del empresariado, la academia, los tanques de pensamiento, los colectivos sociales y algunos medios, de que una reforma constitucional para el sector justicia es necesaria. Pero no hay un consenso general de cómo arribar a una redacción definitiva. Ni la habrá por completo. Lo cual es normal. De ahí la necesidad del debate. Pero de un debate (más que nunca) de altura y de ideas, no de supuestos malintencionados ni de agotados petates de muerto. El socialismo del siglo XXI es una visión política fracasada. Yo tampoco quisiera que Guatemala se convirtiera en otra Venezuela. Sin embargo, tengo la impresión de que varios de los que gritan ese miedo en las redes sociales o en el Congreso, no se percatan de que es mucho más factible llegar hasta esa calamidad caótica, si no alcanzamos pronto el fin de los privilegios. Un cambio certero en la Constitución, así como en los modales de las élites, es menos riesgoso que la insistencia de no civilizar el debate. En la Venezuela previa a Hugo Chávez, la corrupción fue excesiva. Y había un sector privado que, “por pelearse las migajas, se quedó sin el pastel entero”. No lo digo yo. Lo dijo Moisés Naim en una charla que dio en Guatemala en noviembre pasado, a la que asistieron muchos de los más influyentes personajes del país.
El extremismo es tremendamente peligroso. El miedo que siembra y que propaga trae consigo violencia. Y de eso ya tuvimos suficiente aquí. Temo que hoy, como escribí antes, ya no sea tiempo de llamar a la sensatez, sino de convocar al psiquiatra o al exorcista. Lo malo es que ninguno de los dos vendrá. Y si lo hicieran, les cerrarían la puerta en las narices, tanto los fanáticos de derecha como los de izquierda. Por ello, me atrevo a sugerir otra idea. ¿Por qué no mejor incitamos a que el liderazgo moderado se salga del clóset y logre, por medio del diálogo, evitar otra debacle de sangre en esta tan sufrida Guatemala? Nadie es poseedor de toda la razón ni de toda la verdad. Eso lo sabemos todos, salvo los yihadistas del status quo. Las reformas urgen de ser debatidas, sin la presión de nadie. Solo el acuerdo verdadero posee el camino razonable.