Opinión

La paz del alma no tiene precio

“Levanto mi pancarta espiritual para animarme a seguir adelante y a no derrumbarme por dentro”.

Me declaro activista contra la amargura. Un activismo solo para mí, sin que implique que yo pretenda borrarle el ceño fruncido al alma de nadie. Aunque a veces quiera. Aunque a veces me atraiga la idea de borrarle los enojos con la vida a quienes los sufren, ya sea por infortunio o por deporte. Que no es comparable, he de decir. Un activismo hacia adentro no daña. No sabotea. No perturba. Respiro hondo. Levanto mi pancarta espiritual para animarme a seguir adelante y a no derrumbarme por dentro. Evito, hasta donde me dan las fuerzas, caer en las angustias y en las iras de los fastidios cotidianos. Procuro no tomarme personales ni los insultos directos ni las insinuaciones mordaces. Aunque lo sean. Y lo admito: no siempre es fácil. La tentación de contestar a las agresiones gratuitas o infundadas de pronto surge.

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Es lo humano. Las disputas ideológicas me aburren de solemnidad. Me hartan. Hablo de aquellas que suelen encender con pasión patológica los extremistas cuya única motivación de existir en este mundo es proclamar que poseen la razón absoluta. Y que sus rivales, a quienes invariablemente ven como enemigos, son piltrafas que jamás llegan a ser humanas. Recuerdo un ingrato episodio durante un funeral, en el que una indignada dama del planeta ONG me soltó, con marcada irritación, que yo había difundido una noticia machista, cruel e inexacta. Se refería, por cierto, al vil asesinato de una persona a la que me unía un inmenso cariño. Ella ignoraba que el error lo había cometido la fuente preliminar, y que el reportero que cubría el suceso no había actuado de mala fe. Que solo había transmitido los datos a los que tuvo acceso en el lugar de los hechos. Y además, un velorio de un ser querido no es el espacio idóneo como para hacer ese tipo de reclamos. Digo yo. Se lo hice saber, claro. Le dije que los asuntos de trabajo los trataba en la oficina, no en lugares públicos. Creo que captó el mensaje y no siguió molestando. Mas no es ni ha sido el único caso. Los imprudentes abundan. Y los irrespetuosos también.

Igual me sucedió días atrás en un chat. Un viejo conocido, a quien siempre he visto como un conservador obsesivo y petulante, me calificó de “comunista” porque, según él, yo promuevo el “socialismo del siglo XXI” por haberme atrevido a escribir en una columna previa, que la autoridad tributaria hacía muy bien en cobrarle a quienes no pagan cabales sus obligaciones con el fisco. A lo que añadí un tuit, para él imperdonable, en el que osé sugerir que ahora resultaba más caro evadir la realidad que evadir los impuestos. “Ya verás cómo se cae la economía y empieza a propagarse el desempleo”. Es decir, de acuerdo con lo que entendí de su argumento, lo moral y lo pragmático era respaldar la evasión fiscal para así estimular las inversiones y mantener a flote las plazas de trabajo. Claro, uno es de carne y hueso. Uno siente la belicosidad y el desdén. Por ello, al quinto mensaje tan abrasivamente hiriente, le dije que llamarme “comunista” por eso equivalía a que yo, por sus antecedentes de apologista de las matanzas durante la guerra y sus fobias étnicas, lo describiera como un “neo nazi”. A lo que de inmediato respondió llamándome “abusivo”. A lo que acto seguido, de mi parte, le apliqué un “fin de la historia”, dando por finalizado el intercambio. No es saludable el odio. Tampoco lo obtuso. Comprendo el disgusto de quienes se sienten agraviados por la pifia en una entrega noticiosa con errores que manchan la reputación de alguien. Suele ocurrir que ni siquiera con la aclaración se repara del todo el agravio causado. Pero en infinidad de ocasiones no media la mala intención, sino la falta de una fuente con los datos correctos. Por otro lado, no veo lo comunista de respaldar la labor de quienes, con la ley en la mano, acorralan a un evasor doloso para que se ponga al día con sus impuestos. Lo cual, aclaro, no significa que apoye una acción con dedicatoria o atropellos con tintes de “terrorismo fiscal”.

Es tarde y debo entregar este escrito. Vuelvo a insistir en mi activismo personal contra la amargura. Levanto mi pancarta espiritual para animarme la plaza interna. Quiero ser y estar alegre. La paz del alma no tiene precio.

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