Recuperar las calles. Volver a ser dueños de las esquinas. Dominar el entorno del Centro Histórico. Y todo, sin temor a ser atracados por la delincuencia. Sin la angustia de la taquicardia acoquinante. Sin el acoso de una desalmada metrópoli. Eso ocurre durante Semana Santa. Es el regreso al Edén urbano de la caminata plácida y entusiasta. Hay música de fondo. Y algarabía festiva. Marchas fúnebres como parte del guion. Bullicio familiar que saluda a los amigos. Las clases sociales no se marcan con tanta enjundia entre ese público que asiste a ver el paso del Nazareno. Una vez al año no hace daño, dirán algunos. Y, aunque la igualdad es una quimera, muy bien nos haría que las distancias entre el que derrocha en superficialidades y el que sufre lo indecible para llegar a fin de mes, no fueran tan abismales. Oportunidades pide la gente; espacio para desarrollar sus ideas. Una mano generosa para levantarse, no caridad. Trabajo, en una palabra.
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Me cruzo con caras envejecidas que, en el transcurrir de la multitud, me revelan el implacable paso de los años. Ese que a nadie perdona. Solo el Nazareno se ve más lozano. Su rostro rejuvenece con el vigor de los cargadores; con la esperanza que borda sueños en las clarividencias de su túnica. La Dolorosa consuela a sus similares que van en busca de luz para alumbrarse los escombros del alma. En un país violento como el nuestro son legión. Y lo seguirán siendo mientras no decidamos hacernos cargo, como ciudadanía compacta y consistente, del cortejo procesional de la vida; ese de las andas cotidianas y desafiantes.
Es bueno que todos seamos iguales ante la ley. Que no haya privilegios para nadie. Si la justicia actúa, que lo haga con cualquiera que infrinja las normas. Sin dedicatorias. Sin tratos ventajosos. Sin consideraciones por apellido, profesión o poder de influencia. Para que así pensemos dos veces antes de hacer estafas o “movidas” bajo la mesa. Y para que quien nada deba nada tema.
Estoy recorriendo la 11 avenida. Mucha gente a mi alrededor. La fachada del colegio Belga me afina la memoria con esa falda a cuadros que me convidó al Paraíso.
Un cucurucho orondo lleva en los brazos a su hijo y le enseña el camino de la tradición. Quiere verlo pronto aportándole hombro al anda. Tal y como su padre lo hizo con él. Saltan de inmediato los recuerdos. Esa niñez que devino en pubertad. Ese acné que dio paso a los libertinajes del divino tesoro. Esa vitalidad que entró en la madurez sin que la madurez entrara en la vitalidad. Esas canas iniciales que no mitigaron las ganas.
Hace calor. Intactas quedan aquellas ilusiones de corozo que pintaron días entrañablemente soleados. Me digo otra vez que quisiera revivir a mi papá y a Julito, y regresar a los martes de La Reseña cuando cargábamos con los primos, los tíos y los añadidos, en esa cuadra mágica donde hasta las exnovias llegaban a vernos. El próximo verano, si logro domar la desidia, lo intentaré. Y si me animo a convocar. O si se anima alguien más. No importa quién lo haga. Es corta la vida como para permitirnos el caro y arriesgado lujo de la espera.
Este Domingo de Resurrección se cumplen dos años del primer operativo del caso La Línea. Sigue siendo un punto de quiebre entre “el antes y el después”. Aunque por la lentitud de nuestro sistema judicial y el litigio malicioso que no se avergüenza frente a nada, podría llegar a ser el punto de inflexión entre el “antes y el tal vez”. Ojalá que no. Queremos juicios. Y condenas. Y precedentes. Pedimos lo justo. Ningún exceso. Queremos que el “antes” no asfixie al futuro. Pedimos la gracia de una sociedad ecuánime. Como Dios manda.
Es gratificante recuperar las calles y volver a ser dueño de las esquinas. Es grandioso sentirse, entre muchos, uno de los amos y señores del Centro Histórico. Cuán saludable es no temerle a la delincuencia ni padecer la taquicardia acoquinante de una desalmada metrópoli. Semana Santa es el Edén. El Edén urbano.