“En América Latina se ha naturalizado la corrupción entre un 78 por ciento de las personas”. Lo dijo el presidente de Transparencia Internacional durante la reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) en la Antigua Guatemala. El doctor José Ugaz fue categórico en el dato. Y el dato es de horror, porque implica que 8 de cada 10 habitantes de la región ven “normal” que se ejerza el saqueo de los recursos públicos, o que se privilegien negocios estatales para favorecer a un grupo reducido de contratistas. Pero esa tolerancia hacia la corrupción llega incluso más lejos. Se nota en la utilización abusiva y desviada de donaciones provenientes de la comunidad internacional. Se ve en el aplauso o en la falta de condena a quienes evaden impuestos. Se oye en expresiones tales como “que roben, pero que dejen algo de obra”. Se evidencia en el rechazo orquestado a que se procese a los otrora “intocables”. Y se sufre en la miopía patológica expresada, de múltiples maneras, por quienes en materia de impunidad siguen el principio (preventivo, dicen ellos) del “hoy por ti, mañana por mí”.
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Cuando una abrumadora mayoría no se indigna por un delito tan despreciable, el asunto se vuelve parte del diario vivir. Es decir, tal y como lo afirma Ugaz, se “normaliza”. Debemos prender todas las alertas con datos como este. No tomarlo a la ligera. Ni ignorarlo. Cuando se habla de una cultura corrupta se habla asimismo de una manera muy enferma de manejar los valores. Aquí lo hemos vivido sin siquiera darnos cuenta. O jugando a no darnos cuenta. En todas las clases sociales. Por varias generaciones. Entre los de derecha y los de izquierda. Sin embargo, con lo sucedido a partir del caso La Línea, va siendo tiempo ya de que las excusas de antaño pierdan vigencia. Pero aun después de semejantes episodios y ejemplos, no ocurre lo que uno esperaría. El tráfico de influencias, la ley del más fuerte y la “tradición” del soborno son desafíos que se nos presentan casi a cada instante. El titular de la CICIG, Iván Velásquez, soltó en esa misma reunión de la SIP otra frase preocupante y dolorosa: “Guatemala ha sido diseñada para la impunidad. Todo se pensó para que la justicia no funcionara”. Más allá de estar de acuerdo con esas palabras o bien de discrepar con ellas, lo que debería llamar nuestra atención es que aquí la ley sea burlada con tanto cinismo y con tan excesiva frecuencia. Que como sociedad permitamos, en tono más bien pasivo, que el litigio malicioso camine a sus anchas y que en múltiples ocasiones lo haga sin siquiera recibir una sanción moral. En tal sentido, la prensa y las redes sociales tienen mucho qué hacer y decir. Una frase del gran Ryszard Kapuscinski lo describe con magistral contundencia: “El trabajo de los periodistas no consiste en pisar las cucarachas, sino en prender la luz para que la gente vea cómo las cucarachas corren a ocultarse”. Lo terrible de Guatemala es que, desde hace dos años, las peores cucarachas del poder, esas que ultrajan las ilusiones del pueblo y traicionan los anhelos colectivos, resultan respondonas y hasta “víctimas”, alegando inocencia de lo que muchas veces salta a la vista de modo insultante. Y es aquí donde lo dicho por el presidente de Transparencia Internacional cobra significativa importancia, porque con 78 % de población que ve con ojos benignos y complacientes las enormes estafas al erario nacional, o los desgarradores fraudes que se cometen en la vida cotidiana, es relativamente fácil que el discurso de los corruptos contagie y contamine el discurso de la gente. A lo que se suman los despreciables netcenters que insultan y que promueven la desinformación. Y por supuesto, aquellos “diligentes” y “acomedidos” que cuando el Ministerio Público comete el más mínimo error, se dedican desde todos los ámbitos a subrayar las fallas y a sacarle raja a la pifia. He dicho antes que no se trata de jamás criticar el trabajo de la Fiscal General o de la CICIG. Y lo sostengo. Pero es preciso, a la vez, recordar, tal como lo recalcó Ugaz, que la corrupción mata. Y que en países como Guatemala esa corrupción mata todos los días, ya sea por falta de medicinas, por los cráteres en las carreteras, por agua contaminada, o por el desplome de una construcción mal hecha. Asimismo, mata en la falta de oportunidades y en la educación que no llega. O también en los atrasos maliciosamente “discrecionales” que muchos empresarios sufren en las aduanas, o en otros que el fisco resiente cuando la colusión entre contrabandistas y empleados públicos estratégicamente colocados produce lo más sórdido de la competencia desleal. Y eso mata inversiones y emprendimiento, y por lo tanto, mata la posibilidad tan necesaria de crear nuevos empleos.
Nuestra meta en un plazo razonable es lograr que la justicia funcione, sin las influencias ni las imposiciones de nadie. Que las instituciones cumplan su papel, sin importar quién las lidere. Debemos diseñar un país en el que ser corrupto implique un enorme y vergonzoso riesgo de terminar en la cárcel. Sin excepciones.