“La pesadilla ocurrida en el correccional Etapa II aún no termina del todo porque es la pesadilla del Estado”.
La pesadilla ocurrida en el correccional Etapa II aún no termina del todo. Porque es la pesadilla del Estado. Algo similar podría ocurrir hoy en cualquier centro penal del país. Expertos no descartan una “epidemia de motines”. U otro colapso en alguna de las extensiones de Bienestar Social. Pero, incluso con ello, las autoridades policiales consideran exitosa su incursión de ayer. Comparativamente con sus terribles expectativas, creo. De seguro, la evaluación es que el saldo trágico pudo ser mucho peor. Según el director de la PNC, Nery Ramos, la ejecución de los cuatro monitores que los jóvenes reñidos con la ley todavía mantenían como rehenes era inminente. Es muy posible que así fuera. A la mayoría de los 47 mayores de edad que estaban allí recluidos se les había encerrado por asesinato. Es nuestra realidad; nuestro drama. La extendida pobreza que alcanza casi al 60 por ciento de la población produce jóvenes díscolos y violentos. Asimismo, el ambiente de podredumbre moral que impera en cualquiera de las clases sociales de nuestro mapa de abandono.
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Buena parte de la juventud guatemalteca carece de oportunidades y de guías. Y a la masa le encanta juzgar los efectos pero nunca las causas. De ahí la simpatía que generan las “soluciones fáciles” que se orientan hacia la limpieza social o hacia la brutal represión. Y ello entorpece los procesos de largo plazo que son los únicos que, al final, realmente funcionan. La máxima condena para un menor que entra en conflicto con la ley es de seis años. Si, por ejemplo, un adolescente comete un asesinato cuando tiene 17 y se prueba su culpabilidad, entonces será recluido hasta que cumpla los 23. Esa es una razón contundente para intentar rehabilitarlo. Porque, salvo que cometa otro delito adentro del correccional, al salir tiene una vida por delante para seguir delinquiendo. Eso lo entiende poco una sociedad como la nuestra, tan proclive a “arreglarlo” todo por medio de la violencia.
Era muy repetido ver en las redes sociales durante los últimos dos días la consigna de “quemar” a los jóvenes amotinados. De deshacerse de ellos, sí o sí. De imitar el “modelo hondureño”. Hubo quienes proclamaron que “negociar con terroristas” era un grave error.
Me imagino que si las autoridades hubieran optado por la fuerza desde el principio, habría más monitores muertos. Y claro, varios jóvenes también que habrían sucumbido en la refriega. Pero insisto: lo del motín es una recurrencia que nos desnuda de cuerpo entero, no solo como Estado, sino también como actores de un estéril debate que no se cansa de agotar sus recursos para polarizar los argumentos. Espero que esta noticia no desplace de la agenda periodística a otras historias, muy graves, que abundan en la temporada. No es saludable olvidarse de los intentos que han surgido desde el Congreso para procurarle impunidad a algunos diputados y a los amigos de estos. Patética, ridícula y vulgar fue la gritada que recibió el Procurador de los Derechos Humanos por parte de congresistas sin solvencia de ningún tipo como para regañarlo. En especial los de FCN-Nación, plagados de transfuguismo, que constituyen una vergüenza permanente para Guatemala. No se quedan atrás aquellos que, aprovechándose de la congoja nacional por la tragedia del Hogar Virgen de la Asunción, quisieron meter goles legislativos en favor de la delincuencia organizada. El cinismo rayano en el insulto.
El desprecio por la gente es palpable y palmario entre los impresentables de la clase política. Asimismo, entre quienes deambulan alrededor de financiamientos que buscan avivar, a como dé lugar, el fuego del odio. La tensión que vive el país va creciendo.
No hay liderazgos a la vista capaces de mitigar este interminable enfrentamiento. Por eso insisto en que la pesadilla de Etapa II no terminó del todo. Es en el fondo una historia que siempre se repite. Es la pesadilla del Estado; la pesadilla sin fin.