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Me cuesta creer que alguien con dos dedos de frente y de decencia pida que se vaya la CICIG de Guatemala. O que proponga y que respalde declarar non grato al comisionado Iván Velásquez. Podía entender, años atrás, que hubiera gente opuesta al concepto de un ente internacional contra la impunidad, aduciendo motivos legales o de soberanía. Nunca compartí sus argumentos, pero me imaginaba que era solo una muestra más de nuestro montaraz conservadurismo, pero las cosas cambiaron con el tiempo. Y, tal como suele suceder con cualquier proceso, luego de aciertos y de tropiezos, la Comisión empezó a asentarse y, cuando menos se esperaba, dio golpes certeros y contundentes contra algunas de las redes criminales que han saqueado al país. De más está mencionar “La Línea”, “IGSS-PISA”, “TCQ” o “Cooptación del Estado”. Guatemala nunca había vivido algo así. Fue entonces cuando muchos de los furibundos opositores no tuvieron otra que admitir no solo los éxitos de la CICIG, sino también que sin su presencia hubiese sido imposible evidenciar nuestras aberraciones más grotescas. Sin embargo, ese reconocimiento y esa adhesión duraron muy poco.
En cuanto se dio la primera oportunidad para denostar a la Comisión, los mismos que antes de abril de 2015 habían mostrado su rabioso rechazo por “los extranjeros metidos en asuntos que únicamente le competen a los guatemaltecos”, no vacilaron en volverse otra vez sus acérrimos enemigos. Y lo hicieron por la vía de criticar implacablemente cuanto episodio, por nimio que fuera, pudiera inspirar el mínimo de duda. Que si no se cumplía el debido proceso, que si había selectividad en los casos, que si los operativos eran muy mediáticos, que si esto, que si eso o que si aquello. El colmo es que ideologizaran el trabajo de la Comisión y se atrevieran, con un cinismo que raya en ignorancia, a proclamar que detrás de esta desarticulación de las mafias hay una conspiración socialista. Es cierto que faltan capturas y escándalos por destapar.
Que todavía no hay detenidos en las filas de la UNE. Que están pendientes los casos de la guerrilla. Que no se ha revelado judicialmente lo que esconden muchas organizaciones no gubernamentales. Que siguen tan campantes aquellos sindicalistas vendidos que han ordeñado, para su beneficio, a las entidades estatales. Pero ello no borra lo que la CICIG y el MP han alcanzado hasta la fecha. No empequeñece el inmenso triunfo de mantener en jaque a la clase política y a quienes se han valido de sus influencias para hacer grandes negocios con el Estado, o bien para burlarse por décadas del fisco. A la gente que robó durante el régimen de la UNE, a quienes lo hicieron al amparo de otros partidos, a los guerrilleros que incurrieron en excesos, a los sindicalistas podridos, a los oenegeros pícaros, así como a los bandoleros de otros gremios que son todos les llegará su día de enfrentarse con la justicia. Y ojo: No propongo exonerar de la crítica a la CICIG. No abogo porque se le aplauda cuanta cosa haga.
El encarcelamiento de las enfermeras es algo que siempre me ha molestado, por citar un caso. Asimismo, hay otros puntos que merecen atención. Las reformas constitucionales que están en el Congreso, por ejemplo. Discrepar con algunos de sus artículos puede ser sano para mejorar la propuesta, y hacerlo no significa ser un delincuente. Por ahora, lo más sensato es dejar fuera el pluralismo jurídico, algo que, confieso, escribo con dolor.
Pero no veo realista continuar con este tema, porque insistir en ello puede traer consigo el fracaso de la propuesta completa. Lo escribió ayer Edgar Gutiérrez en su columna de “elPeriódico”: “(…) la cuestión del derecho indígena volverá, y con más fuerza, en cada próxima generación”. A lo que añadió esto: “Quizá en 2035, nuestras élites sean más cultas y conozcan mejor a las civilizaciones con las que conviven…”. En procesos tan complejos como el nuestro, se dan dos pasos y se retrocede uno. A veces al revés. El asunto es no detenerse.
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Reitero: No alcanzo a entender cómo, sin una pizca de vergüenza, haya tantos que vociferen aún que la CICIG debe irse de Guatemala. No comprendo cómo, sin que ello les acarree un desgaste mayor, abunden los que tanto se “indignen” porque nuestras autoridades de los tres poderes del Estado, por lo regular corruptas, reciban “órdenes en inglés o en colombiano”, cuando hay infinidad de aspectos aledaños mucho más peligrosos. Lo digo sin ánimo de ofender a nadie. Más me gustaría que esto llamara a una reflexión. Si queremos dejar de ser un país intervenido, lo cual sería estupendo, nos toca ser serios y coherentes en nuestras luchas. Pero se ve muy extraño y nebuloso que se pida con tanta vehemencia la salida de la Comisión, pero que se calle de manera tan conveniente que las “órdenes en guatemalteco” hayan sido y de algún modo sigan siendo tan proclives a que la impunidad prevalezca y a que aquí no cambie nada. ¿Acaso no ha sido obvio que proliferan por ahí los que, en voz baja o jugando a no decirlo, aún defienden a Blanca Stalling? El alud que presumiblemente viene arrasará con mucho de lo que hoy seguimos dando por inamovible. Nadie quedará al margen.
Tarde o temprano caerán amigos, familiares, conocidos y cercanos. La corrupción en Guatemala ha sido tan descomunal que resulta difícil que alguien no esté salpicado ni siquiera por milímetros. Ojalá podamos mantenernos en pie cuando el tsunami haga tambalear más a las estructuras vigentes. Ojalá que los oficiosos, incansables e hirientes detractores de la CICIG asuman de una buena vez el daño que le causan al país. Mi esperanza es que, así como la bajeza inundó a todos los gremios, igual abunda la gente en la derecha, en la izquierda, en las ONG, en las cámaras empresariales, en los sindicatos y en cuanto círculo humano existe en estos lares, que respalda y apoya el trabajo de Iván Velásquez, de Thema Aldana y de sus respectivos equipos. A eso le llamo amor. Amor del bueno.