“Vivir con el odio a flor de alma no permite la felicidad. Y no la permite en ninguna de sus grandes manifestaciones. Seres así palpitan hígado y no corazón. Tragan bilis en vez de saliva. Maldicen con frecuencia. Y son peligrosos cuando manejan poder. Porque como no cultivan ni desarrollan la conciencia ‘del otro’, lo deshumanizan sin piedad”.
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Hay gente que todo lo analiza desde la perspectiva del odio. Gente que suele ser, de hecho, apasionada en expresar su radical punto de vista, así como en exponer su visión unidimensional del mundo. Me refiero a los “talibanes de SU ortodoxia”. Esos que nunca son flexibles, y en cuyas vidas solo existen el blanco o el negro. Jamás el gris. Ni el verde-perico. Ni el ocre-dorado. Ni el rojo-toscano. Ni el fucsia a secas. Se dicen “definidos”, pero en realidad lo que son es extremistas. Sin tacto. Sin meditación. Sin segundos o terceros razonamientos.
Rara vez, o tal vez nunca, se ponen en los zapatos del “otro”. No tienen adversarios, sino enemigos. Quienes no piensan como ellos son tontos, criminales o nefastos. La sensatez, el talento y la inteligencia solo caben entre quienes son sus partidarios. Y tildan con cualquier epíteto ofensivo a quienes, con razón o sin ella, se oponen a sus argumentos. Su pensamiento autoritario los hace abusar de los demás con suma facilidad. Pero cuando alguien se porta prepotente con ellos, lo insultan y lo denigran con la actitud del que no soporta recibir de “su misma medicina”. Es entonces cuando se victimizan. Y lloran. Y se quejan. ¿Cómo pudieron hacerme eso tan horrible a mí?, se preguntan con cara de sufridos. Eso que ellos, con frecuencia, lo hacen a sus subalternos.
Seres así tienden a ser racistas, clasistas y arrogantes. Y solo dejan de ser racistas, tres minutos, cuando el paternalismo les llena el ego y les permite una superioridad amable. O dejan de ser clasistas, dos minutos, cuando muestran lo “humanos” que son por medio de alguna caridad, siempre publicitada. Y, por un minuto, también dejan de ser arrogantes, cuando juegan a buenos frente a alguien que les conviene impresionar, o bien cuando se someten a algún poderoso.
De más está decir que siempre son los dueños de la verdad absoluta, es decir, su verdad. Esa verdad que defienden como razón de vida, a veces desde la ignorancia histórica o la necedad más cerril. Puede alguien demostrarles de manera contundente su error, pero no lo admiten ni a palos. Palos intelectuales, digo. No son seres de paz. Ni de tolerancia. Mucho menos de diálogo. (¿Cuántos de los que vociferan contra la “abusiva injerencia gringa” o que vituperan al imperio yanki habrán comido pavo de Thanksgiving? ¿Cuántos de los que celebraron o lloraron la muerte de Fidel Castro conocen de él algo más que su inconfundible barba, o bien alguna de sus célebres frases? ¿Cuántos de los que se dicen defensores de la libertad no respetan nunca la de los otros, en cuanto a creer en algo distinto? ¿Cuántos de los que critican acremente a los explotadores son los primeros en pagar sueldos de hambre?)
Vivir con el odio a flor de alma no permite la felicidad. Y no la permite en ninguna de sus grandes manifestaciones. Seres así palpitan hígado y no corazón. Tragan bilis en vez de saliva. Maldicen con frecuencia. Y son peligrosos cuando manejan poder. Porque como no cultivan ni desarrollan la conciencia “del otro”, lo deshumanizan sin piedad. Y rápido. Y no lo consideran humano ni digno de la vida.
(¿Cuántos crímenes de odio habrá a diario en el mundo? ¿Cuántos millones sufrirán, cada segundo, un vejamen por parte de alguien que se siente con el derecho de juzgar a un semejante, solo por el hecho de ser diferente? ¿Cuántos de esos que se ensañan contra el prójimo van los domingos a somatarse el pecho, haciéndose los santos, o a caer de incautos -por su gusto y gana- con los hipócritas estafadores que predican, por negocio, la palabra del dios-dinero?)
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Solo el amor puede salvar al mundo. Y a los países. Y a las comunidades. Y a las familias. Solo el amor puede prodigar justicia pronta y cumplida. Solo el amor puede oponerse a la cínica e implacable corrupción. A esa que, por ejemplo, se atrinchera en el vulgar e impúdico antejuicio.
Guatemala no es una tierra de inocentes. La violencia y el saqueo nos han contagiado casi sin excepción. Pero, en todo caso, siempre queda la reserva moral de quienes asumen sus caídas y sus fallas. De aquellos en cuyas vidas hay colores más allá del blanco y del negro. Guatemala es un lugar en el que, por lo severo y lo feroz de su historia, solo queda declararnos, como escribió Benedetti, “culpables de inocencia”, o bien inocentes de una inevitable culpabilIdad. Los seres de odio nos han condenado a eso. Por ello, cuando leo que con la muerte de Fidel Castro el mundo entierra en definitiva el siglo XX, me pregunto con un candor sardónico si en realidad los fanáticos que palpitan hígado y bombean bilis con el corazón, nos habrán dejado realmente superar la crueldad medieval y su implacable severidad inquisidora, es decir, esos calabozos donde se tortura a la inteligencia y al progreso. Me lo pregunto con dolor de alma. Y procuro, como puedo, abrir mi entendimiento al verde-perico, al ocre-dorado, al rojo-toscano y al fucsia a secas. El amor es la única patria verdadera.