A nadie le gusta pagar impuestos. Y a nadie le entusiasma que se hable de subir tasas. Me incluyo. Muchos están con los pelos de punta porque se habla de una posible reforma fiscal. Es lo que suele ocurrir. Lo atípico es que el planteamiento provenga, de entrada, desde una parte del empresariado usualmente opuesta a tan siquiera referirse al tema. Resulta de verdad estimulante que los argumentos puestos sobre la mesa por José González Campo, Felipe Bosch y Salvador Paiz coincidan con los de quienes apuestan por el diálogo para alcanzar el acuerdo posible en este disenso atávico. Hay sensatez en su propuesta. Y coherencia con el episodio que vive el país. Como es normal, las reacciones más estridentes de los de siempre no faltan. El coro. La jauría. El muro. Era de esperase. Mas no me parece oportuno que de tajo se rechace la idea de que nuestro incipiente y hasta ahora inefectivo liderazgo, desde el CACIF hasta la exguerrilla, busque salirse de la caja e intentar caminos diferentes. Voy al grano: se ve poco elegante, y populista, proclamar que pagar más impuestos sea un crimen y tildar de traidores a aquellos que osan sugerir que tal cosa se converse alrededor de una mesa. Asimismo, no considero prudente que, de primas a primeras, sin que se evalúe técnicamente y con una perspectiva amplia, se insista a la ligera en subir impuestos en el inmediato plazo. Ni una ni otra. Lo optimista aquí es que no se evada el tema. Que se encare. Y sobre todo que se vuelva, por fin, a sugerir la voluntad de sentarnos civilizadamente a platicar acerca de qué Guatemala queremos para los próximos 20 años y determinar cuánto cuesta lograr que se concrete tal visión. No escribo nada que sea novedoso ni preclaro. En realidad, es de lo más primario en cuanto a sentido común. Resulta obvio que, como se ha evidenciado de manera contundente con los casos seguidos por la CICIG y el MP, aquí la corrupción nos carcome desde cualquier gremio o grupo de nuestra estructura social, empresarial, académica, periodística y política, por mencionar solo algunas de las actividades desde las que la cooptación del Estado ha dado margen a varias “líneas”, a que se negocie fraudulenta y criminalmente con la salud de los pobres, a que se den “cooperachas” para regalos desproporcionados para “los jefes”, a que se multipliquen los fantasmas asalariados en las entidades públicas, a que la evasión de impuestos sea un descaro canallesco o a que se firmen pactos colectivos de carácter despreciable. El abuso y el saqueo nos han marcado descomunalmente como sociedad. Y, claro, es fácil rasgarse las vestiduras y azuzar a las masas aduciendo que darle más dinero a un sistema tan podrido por la codicia delictiva sea un suicidio. Curiosamente, según yo, el aserto es totalmente válido, siempre y cuando no se use solo para mantener atrapadas a las fuerzas dinámicas del país en la noria inflexible del círculo vicioso. Asimismo, suena bonito esgrimir que los números de la desnutrición obligan a tomar medidas sin demora para erradicar semejante injusticia, y que ello solo se logra si se aumentan tasas a quienes ya pagan impuestos. Percibo algo fallido en esos facilísimos, pues suenan a las salidas cómodas de siempre. De mi parte, no me molestaría pagarle más al fisco si la cantidad de recursos fuera de la mano con la calidad del gasto, argumento igualmente manido y mediocre como todo lugar común. Sin embargo, no creo que “cristianamente hablando” haya alguien con tres dedos de alma que se oponga a sacrificarse un poco para que los desfavorecidos de toda la vida puedan disponer de mayores oportunidades. Y no hablo de regalos, sino de lo básico. Es decir, gozar del derecho a no condenarse desde niños, por falta de alimentos, a carecer del acceso a desarrollarse mental y físicamente para el resto de sus días. No se trata de destruir la producción nacional. Ni de atentar contra los emprendedores. Ni de dañar a ningún empresario grande, mediano o pequeño. Mantener los empleos y las inversiones que los generan es primordial. De ahí la importancia de dialogar y de alcanzar ese acuerdo posible en el disenso atávico. Es hora de que intentemos desmitificar al que hemos visto desde hace décadas como “enemigo”. Es urgente tratar de ganar espacios de confianza. El episodio por el que camina Guatemala lo merece y lo exige. Tanto el coro, como la jauría y no digamos el muro podrían, por esta vez, portarse un poco menos agresivos y no tan beligerantes. Podrían acaso ser un poquito respetuosos de estos tiempos cambiantes que invitan a abandonar los extremismos ramplones y paralizantes. A nadie le gusta que le suban los impuestos. Me incluyo. Y me incluyo también entre los que se preocupan de una probable arbitrariedad en tal sentido. Pero ya es hora de entender que el Estado somos todos, y que a todos nos concierne el Estado. Y, como cualquier mercancía que circula por el mercado libre, nada de lo que lo consolida es gratis. Solo el amor verdadero no exige dinero a cambio de lo que da. Y, aunque cristianamente hablando suene horrible, solo de amor no se surten los hospitales ni se consigue suficiente como para que el MP tenga presencia en la totalidad del territorio nacional. ¿Racionalizar el gasto? Por supuesto. ¿Eliminar entidades superfluas? Cuanto antes. ¿Corregir los abusos en los pactos colectivos? Ayer es tarde para hacerlo. Pero urge que los privilegiados de esta sociedad contribuyamos más y mejor a que los desposeídos no se mueran de abandono. La reforma fiscal, si la hubiere, debería asimismo ser una reforma moral. Y una reforma ética. Y estética. Digamos una reforma viral. Pero que en vez de viralizar vídeos insulsos y amarillistas por las redes sociales, propague la solidaridad y la virtud como puentes para cruzar el río. Solo así nos rehabilitaremos como humanos funcionales. Y yo le llamo a eso reforma espiritual; esa que da paz en el espíritu.
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