Opinión

La madre perfecta

El primer corazón que se oye en la vida es el de la madre. Y es el primero en el que se confía; el primero que suena a luz. Aquel abrigo protector de la casa que llega a considerarse propia, el profundo techo del alma, es un vientre con cimientos que nos ampara. Es el templo familiar de la posada segura; el de la puerta que convida a la sabia serenidad a quedarse para siempre. Se respeta a las mamás aunque haya algunas que no se den a respetar; aunque existan aquellas que, incluso viviendo junto con sus crías, las abandonen a su suerte. Hay progenitoras que no merecen serlo. Pero son las menos, creo yo; las que rompen la regla con su excepción egoísta, descuidada o intolerante. E incluso así, no faltan los nobles vástagos que terminan perdonándolas.

La tierra es una madre común que nos enseña los secretos íntimamente públicos de la naturaleza. Cuidarla debería de ser vocación. Y también respetarla. Triste es ver que los hijos pisoteen y maltraten a su cuenca de origen. Que no la veneren. Que no la protejan. Algunos, hasta con el cínico alarde de proclamar que la depredación no es más que un invento. Y otros, envilecidos hasta la ceguera, se permiten el caro lujo de ordeñarla sin piedad y arrinconarla en la esquina de la sangre. Son aquellos que no se detienen en su lucro voraz e infame, movidos por el atroz cortoplacismo del fabuloso negocio, que es pan para hoy pero hambre para mañana (Mi mamá es una ternura victoriosa personificada en la sobrevivencia de mil desafíos superados. Se levantó de una silla de ruedas en la que la irresponsabilidad de un traumatólogo corrupto la sumió por más de dos años. Fue padre y madre en innumerables episodios de mi existencia. Y respondió con un coraje total cada vez que hubo necesidad. Pudo ser violinista, pero el machismo de la época no se lo permitió. Es una decoradora de primera que supo combinar su buen gusto con su veta artística. Y siempre me formó con argumentos basados en que el respeto debe observarse hasta sus últimas consecuencias. Es mucho lo que le debo. Todo, en realidad. Mi amor por la vida lo aprendí de su ejemplo.

Hoy, ya con su “cabecita de algodón”, aún disfruta a lo grande de las conversaciones con vino de por medio. Y de la gastronomía más variopinta. No se amilana frente a nada. Su entusiasmo jamás se rinde.). Las madres pueden ser la gran esperanza del mundo. Asimismo, su mayor contrariedad. Nuestro país precisa de mamás que sepan decirle “no” a los caprichos del berrinche y “sí” a la libertad de forjarse un honesto destino. Mamás que le muestren a sus hijos el valor de preocuparse por los demás, y de ejercer la acción solidaria sin el escaparate burdo y ruin de la caridad publicitada (La mía es una ancianita entrañable que gusta de reclamar sus derechos. No somos ideológicamente afines, pero convivimos en una concordia de permanente apapacho. Ella es sociable y proclive a la fiesta; yo me decanto por la timidez. Pero juntos, el sentido del humor es sublime. Gozo mucho mimándola y ella me consiente en cuanto detalle queda a su alcance. Me ayuda. Me guía. Me estimula. Recuerdo cuando a mis 16 años, sin protestar, me dio una tarde entera para escuchar mis discos de rock progresivo. Y nunca se quejó de mis estridencias musicales. Ni de mi testaruda rebeldía. De ella aprendí a no ser radical; ella me dio las claves para encontrar en la redondez de la más rotunda luna el camino para salvarme de mí mismo.).

Rechazo a los hijos que se aprovechan de una madre a la que esquilman de mil maneras, jugando a no ser adultos. Sobre todo cuando la santa viejecilla peina canas y los años han pasado. Me cuesta entender a quienes, pudiendo ser cariñosos y atentos, siempre ven en su mamá el “saco de boxeo” para descargar sus rabietas y sus frustraciones, a sabiendas de que hallarán a cambio comprensión y paciencia. Después, cuando las señoras ya no están, lo lamentan. Pero para entonces es demasiado tarde. A las madres hay que adorarlas en vida. Honrarlas y darles motivos para que su orgullo se alegre. Y acatar lo que nos dicen, sin permitirles que manejen nuestras vidas a su antojo. El justo equilibrio; la equidad de la sapiencia concentrada (Escribí todo lo anterior con un solo objetivo en mente: agasajar a mi estupenda mamá con un abrazo de palabras, apretado y dulce, que la halague día y noche, de aquí a la eternidad. Ella, como todas las grandes madres, se quitó muchas veces el pan de la boca para que yo comiera. Fue su corazón el primero que oí en mi vida. El primero en el que confié. El primero que me sonó a luz. Tengo, como todos los que aman a sus mamás, a la madre perfecta.).

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