¿Escribo acerca de los desmanes del diputado Juan Manuel Giordano o me refiero a la inesperada partida del gran teatrista Xavier Pacheco? Si me decanto por el primero, sentiré que el país merece mejores hijos para su clase política. Pero si decido rendirle homenaje al segundo, describiré al ser más franco que jamás haya conocido. Es enorme el contraste. Como mucho de lo que hay en Guatemala. Y me es imposible eludir ambos temas.
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A Pacheco lo recuerdo como un valiente que decía sin tapujos lo que pensaba. Inolvidable para mí es un episodio en el desaparecido teatro Gadem, donde puso en su lugar a dos patanes que interrumpían a los actores, a media escena, con comentarios cafres. Xavier, con la dignidad que lo caracterizaba, los enfrentó. Él solo. Y los sacó de la sala. Sin guardaespaldas. Sin armas. Sin un sistema que lo protegiera. Únicamente con su coraje y su firmeza. Así lo registra mi memoria.
Giordano, por su parte, se presentó ayer frente a la Junta Directiva del Congreso y argumentó que, como joven y como ser humano, tiene derecho a equivocarse. Y también adujo, no sin razón, que a otros parlamentarios no los han sentado en ese banquillo de la vergüenza, pese a haber incurrido en tropelías similares o peores a las suyas. Pero no renunció. No dijo “me voy” con hidalguía, como debió hacerlo. Y la bancada oficial, aunque es inminente que lo separará de sus filas, no reaccionó con integridad. A lo que se suma que el presidente Jimmy Morales, a destiempo y sin mayor convicción, haya pedido que lo expulsen del partido.
En la otra orilla de la jornada, tras dar la dolorosa primicia de su fallecimiento, pensé en la inacabable versatilidad de Pacheco. Actor, director, maquillista, escenógrafo y virtuoso del vestuario, pasaba sin problema de un drama griego a una comedia ligera, o de un libreto existencialista a una tragedia doméstica. Y todo lo hacía con un entusiasmo desbordante que se mezclaba con su brutal honestidad, en la que el tacto no abundaba, pero en la que sí había de sobra una mirada al frente que sostenía con arrojo sus asertos, por duros que éstos sonaran. Con cariño recuerdo una entrevista que le hice para una doble página de un diario. Cuando calculé que ya tenía suficiente material y estaba por formularle la última pregunta, me dijo: “A mí me gusta la gente directa que, si es necesario, me dice que soy un imbécil”. A lo que yo contesté: ¿Y qué pasa si le digo “imbécil”, Xavier? “Pues te rompería el hocico, pero entonces ya no publicarías la entrevista”. Lo cual, claro, no ocurrió. Y a partir de aquella frase me sentí su amigo. De hecho, su respuesta aparentemente agresiva sirvió de cierre para aquel trabajo periodístico. Xavier, el ácido. Xavier, el auténtico. Al precio que fuera. Siempre.
No todos son como él. En nuestra dirigencia política casi nadie se atreve a ir contra la corriente. El acomodo corrupto es la ley. Rara vez alguien se la juega por el país. Y son buenos para quejarse de injerencia extranjera, pero pésimos para dar la cara frente a los atropellos de quienes hacen vulgar negocio del dinero público.
Es hasta cierto punto irónico que los diputados se rasguen las vestiduras amonestando a Juan Manuel Giordano. Y no porque él sea inocente, sino porque son muchos en el Congreso los que deberían ser “puestos de rodillas” frente al pueblo por sus averías y sus excesos.
Hoy ha sido un día doloroso para mí. Le guardaba un enorme aprecio a Xavier Pacheco. De más está mencionar que el Congreso es, para variar, todo lo contrario en mis sentires. Sobre todo después de ceder tan burdamente a las presiones del magisterio. Fue un lunes de contrastes para este país: perdimos a un grande del arte y ratificamos la pequeñez de un organismo del Estado. ¿De qué era preciso escribir? De Xavier, por supuesto.