Ha de estar muy mal el mundo para que un Donald Trump se perfile como el más probable candidato presidencial republicano para noviembre próximo. Es patético. Me cuesta entender que haya tanta gente a quien le simpatice semejante esperpento fundamentalista. ¿Será que no se mide el enorme peligro de que llegue al poder un paleolítico de tal calibre? En realidad, no sé por qué me sorprendo tanto. No sería, de hecho, ni la primera ni la última vez que ocurriría. Hay pueblos que de pronto se decantan por el suicidio. Lo malo es que, cuando lo hace Estados Unidos, los que corremos riesgos somos millones.
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Sin embargo, no todo está perdido. También existe otra clase de liderazgo en el planeta. El papa Francisco, por ejemplo. Su desempeño sensato y sus palabras en pro de la tolerancia contrastan, de manera dramática, con el desparpajo prepotente y la proyección racista del magnate nacido en Queens. La polémica entre ambos pintó dos visiones del mundo en las que uno escoge dónde encaja y dónde se siente cómodo. Mientras el Santo Padre habla de puentes y de respeto, el político del peinado excéntrico proclama su orientación hacia los muros y la exclusión. Y cuando Jorge Mario Bergoglio pone en duda la calidad cristiana de Trump, este riposta con una altanería ramplona y turbia, muy propia de quien se siente más allá del bien y del mal. En Guatemala no faltan los fans del conservadurismo guerrerista del millonario neoyorquino. A muchos aquí les entusiasma lo radical; las “soluciones definitivas”, pero simplistas, que siempre colindan con limpiezas sociales o con atropellos selectivos.
Hablar de diálogo implica que uno no quiere resolver nada. Proclamar moderación es señal inequívoca de debilidad. Buscar consensos es obsoleto, aunque nunca antes se haya instituido la cultura de los acuerdos (Me estimula enterarme de que Alejandro Sanz haya detenido un concierto en México para defender a una mujer que era agredida por un hombre del público. “Yo quiero pensar que cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo”, dijo el cantante de 47 años. Pero no estoy seguro de que sea así. Más bien creo que suele ocurrir lo contrario.
A grandes rasgos conozco la historia del dueño de una cadena de restaurantes italianos que murió por intentar proteger a una chica de un energúmeno que la agraviaba. Mas no veo tal arrojo en muchos personajes mediáticos locales. En vez de ello, noto solaz y desprecio por la vida entre algunos que se ensañan con las mujeres y ni siquiera se avergüenzan de hacerlo. Sobre todo, si esas mujeres son pobres. Y si son indígenas, con mayor razón.
El caso Sepur-Zarco es una muestra de esos crueles y cobardes desmanes. Porque más allá del veredicto que salga del proceso judicial, así como es preciso observar la presunción de inocencia de los señalados, también es primordial respetar a las damas que se presentan a las audiencias como víctimas. En las redes sociales he leído algunas infamias al respecto que me han indignado. Infamias, diría yo, de lesa humanidad. Infamias que, a la hora de las cuentas, denigran solo a quienes las profieren y los condenan a un boomerang inminente, como Dios manda).
La vieja política deviene en política vieja. Lo reciente se torna vetusto sin alcanzar el esplendor. Ya solo que se propusiera que el Ministerio Público necesitara de la orden de un juez para iniciar investigaciones es un improperio intelectual contra cualquiera que se precie de ser medianamente lúcido. En tiempos como los que corren, hasta sugerir los retrocesos suena a ultraje. No digamos proponerlos. Hoy habrá una protesta frente al Congreso. Y es solamente el principio de lo que vendrá si no se aplica la mínima cordura en el juego parlamentario, en especial de parte de la bancada oficial.
Asimismo, ojalá que el presidente Jimmy Morales no les “compre” a algunos de sus asesores cercanos que se fragua una conspiración en su contra y que para neutralizarla se precise, en la lógica troglodita de quienes le aconsejan, de la represión por etapas para acallar a los supuestos confabuladores. Porque si de algo estoy seguro es de que la nueva ciudadanía es mucho más que ciudadanía nueva. Ya no es únicamente de “meterse con la generación equivocada”, sino de equivocarse con “meter a todas las generaciones” al ajo.
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(El pasado viernes fue de doble luto para las letras. Murieron dos grandes del oficio. Harper Lee y Umberto Eco. “Muchos reciben consejos, pero solo los más sabios se benefician de ellos”, decía la primera. “Sabiduría no es destruir ídolos, sino no crearlos nunca”, opinaba el segundo. Matar ruiseñores ha sido deporte nacional en Guatemala. Y dejar sin nombre a las rosas, una vocación. La sociedad delibera en muchas ocasiones dependiendo de la raza del implicado; envenenar libros con la ponzoña de la envidia y de la intolerancia nos ha llevado a siglos de una impunidad que, confío, pronto empezará a terminarse.)
Tanto el Papa como Donald Trump le bajaron intensidad a su enfrentamiento. El primero es jefe de Estado; el segundo, aspira a serlo. No hay real necesidad de que reitere que estoy del lado de Jorge Mario Bergoglio, aunque la religión no me simpatice y jamás vaya a misa. Asimismo, admito que, pese a no gustar de las canciones de Alejandro Sanz, aplaudo su gallardía al defender a una mujer agredida. Y apunto las lecciones del episodio para no ver hacia otro lado cuando la injusticia y el vejamen me rodeen. Es lo mismo que la población debería de hacer en cuanto a la “vieja política”. No ignorarla. No permitirla. No perpetuarla. Aspiramos a una sociedad en que los ruiseñores no mueran de indiferencia, y donde nadie los asesine por el solo hecho de cantar y ser libres. Queremos rosas con nombre, no espinas anónimas ensartadas en el alma. La ciudadanía nueva; la nueva ciudadanía.