Opinión

EL PAÍS NOTA ROJA

Reflexión. “Exigir a las fuerzas de seguridad que detengan la vorágine de muerte no es suficiente. La tarea empieza por uno mismo. Por la familia. Por el lugar de trabajo”.

¿Qué hacer frente a tanto crimen? La pregunta ya no es usual en este país. Y no lo es, porque sabemos las respuestas. Una de ellas es “nada”. La otra, que viene a ser tres cuartos de lo mismo, es la de siempre: naturalizar la violencia y seguir de largo, inmunizándonos a la mala para no gritar de rabia y de terror cada cinco minutos. Es la enfermedad mental que se impone a sí misma el disfraz patológico de que “eso solo le pasa a los demás”. Hasta que nos suceda a nosotros, y entonces la ruina es total y el desasosiego incontrolable.
No percibo gran indignación por el linchamiento de San Vicente Pacaya. Es otro más. Una madrastra es vapuleada y luego quemada por una turba enardecida que la culpa de la muerte de la hija de su marido, a quien la menor le había ido a pedir la pensión alimenticia de Q400. Llama la atención ver en las fotografías a tantas personas a la hora del suceso. Casi seguro, gente sin empleo. Y también ofusca que no pocos niños estuvieran en la escena del crimen. Aprendiendo, dirían unos. Pero aprendiendo a “resolver” con salvajismo los episodios donde las autoridades suelen fallar. Niños definitivamente sin escuela. Lo anterior me lo hizo ver el abogado Marvin Rabanales en un lúcido aserto durante una entrevista, en la cual la psicóloga Carmen Lucía Cordón describió con puntería el linchamiento de la mujer como “el efecto Lucifer”, ese que lleva a la gente a cometer crímenes en un momento de locura, y cuyo concepto ha desarrollado a profundidad el especialista Phillip Zimbardo. Mas no había sido ese el único incidente sangriento de la semana pasada. Ni iba a ser el último. Antes, durante y después, los trágicos ataques a unidades de transporte dejaban muerte y desolación en el gremio de los pilotos, a lo que se sumó el hallazgo de una madre y su hija en un hotel cercano al Centro Cívico, tras ser asesinadas. Y como si aquello no era suficiente, un hombre encontró el sábado a su esposa y a sus tres niñas ultimadas en la zona 21.
Entiendo que mi columna de hoy parece un reporte de nota roja. Lo asumo. En muchos sentidos, así está el país: convertido en una caótica y grotesca página de sucesos, en la que la sangre abunda y la esperanza es nula. Por eso, mucha gente opta por evadir. Y es cuando prefiere no enterarse de nada. O informarse a medias, solo para naturalizar la barbarie. Como dijo Marco Antonio Garavito, de la Liga de Higiene Mental, “detrás de una matanza viene otra, otra y otra”. Hasta que se vuelven parte del paisaje y de la normalidad. Es decir, la locura silenciosa de la indolencia.
Mientras tanto, la población no tiene hacia dónde ver. No hay oferta política que entusiasme o que inspire confianza. Igual sucede con las autoridades. No digamos con la ciudadanía misma, incapaz de articularse en un esfuerzo común. Y al no haber horizonte donde buscar consuelo, la opción que queda es enconcharse. No participar. Sumirse en una apatía defensiva. O justificar la impunidad con un “así ha sido siempre”.
No es descabellado afirmar que la violencia que nos circunda contagia por todas partes. En los maridos que golpean a sus esposas. En la delincuencia cruenta. En la polarización primitiva que impide el debate. En los “bautizos” de la San Carlos. En el bullying en los centros educativos. En el discurso racista que se multiplica. En el trato despótico de jefes a subalternos. En el tráfico. En el deporte. ¿Dónde no?
Exigir a las fuerzas de seguridad que detengan esta vorágine de muerte no es suficiente. La tarea empieza por uno mismo. Por la familia. Por el lugar de trabajo. La ausencia de Estado es la causa principal de este desenfreno sangriento. Eso lo sabemos. Pero nos falta actuar. Y para hacerlo es vital que los conceptos no se trastoquen ni se confundan. No es lo mismo Estado que Gobierno, aunque el Gobierno sea parte del Estado. Presentarlo de otra manera es malintencionado. Y sin embargo, se hace.
Fortalecer instituciones implica, entre otras cosas, conocerlas. Estar al tanto, por ejemplo, de cuántos recursos manejan. Y si estos recursos son suficientes. Porque mientras yo escribo estas líneas, algún sicario recibe la orden de liquidar a un ser humano. Y en unas horas, habrá más de 10 nuevos cadáveres por violencia a la espera de autopsia en la morgue. Insisto: la erradicación de esta matanza empieza por uno mismo. Por la familia. Por el lugar de trabajo. Yo ya estoy harto de tanta crueldad. Y créamelo: no quiero seguir viviendo en un país que desprecia la vida con semejante cinismo. Este país nuestro. El país nota roja.

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