Opinión

Luis Felipe Valenzuela

Unplugged

Escritor,  periodista y director general de Emisoras Unidas 89.7 @lfvalenzuela Escritor, periodista y director general de Emisoras Unidas 89.7 @lfvalenzuela

Estoy desconectado. No a lo Clapton en su célebre concierto de 1992, sino fuera de la intensidad noticiosa. Increíblemente lejos de los titulares en versión digital y de la sed por las primicias. De viaje y sin celular a la mano, lo cual es todo un logro para un adicto, como yo, a la consulta permanente del Twitter. Pareciera un alivio. Y en cierto sentido, lo es.

Pero en el fondo, la angustia por mi país prevalece. Las cosas no andan bien; duele el instante y las horas llagan nuestro reloj con sus agujas clavadas en el pasado que nos carcome. Voy en un tren de París a Londres. Quisiera escribir acerca de la campiña que se me pinta en la ventana y relatar la emoción de volver a la capital inglesa muchos años después. Pero dejé la estación Gare du nord con un extraño nudo en la garganta por un inesperado disgusto que me enturbió la mañana.

Recuerdo, sin embargo, la cantidad de milagros que me han acompañado en la vida, entre los que figura el milagro de estar vivo, por lo que el sinsabor pasa al cajón de lo inadvertido y me libera del desasosiego. Eso pretendo, por lo menos.

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Domar mi rabia y aplacar mi furia. Así es como debe vivirse; “se es feliz, sí o sí” como diría mi amiga Sandra López. Vuelvo a la noche previa en las calles parisinas. El arte omnipresente y un Milord que se oye a la salida del metro de Anvers hace que añore algo que no va a ocurrir jamás: ser un buen escritor; juntar imágenes literarias con profunda gracia.

Bailar con señoras de edad para sobrevivir, como lo hizo allí García Márquez en los 50 del viejo siglo. Desnudar una autopista, a lo Cortázar, con el fuego de todos los fuegos en el Sur. Practicar la “escritura automática”, en el estilo de Asturias durante sus años formativos. Son pocos los que poseen ese don; pocos los que iluminan sus demonios y erotizan a los ángeles. Dichosos ellos.

Hace años que no voy a Londres. La última vez, hace ya rato, aún existía en Oxford Street la HMV shop. Eran varios pisos de discos. Varios pisos de música. Varios pisos que aproximaban al cielo a cualquier melómano. Ya cerró. El despiadado Itunes y el inapelable You Tube le dieron el tiro de gracia.

Sé que en Londres el entusiasmo melancólico acampará en mí en su versión de ese destino que hubiera preferido para plasmar mis memorias. En Hyde Park me visitará el fantasma del músico que no soy. Ese rockero que me distorsiona las venas y que se ve a sí mismo como integrante de una banda. No de ladrones, he de decir. Sino de rock. Rock progresivo. De canciones conceptuales con letras crípticas y poéticas.

Sabina lo dice claro: “No hay nostalgia peor, que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Ya llegué a Londres. Mi hija viene recostada en mi hombro. Duerme y sueña. Ella será lo que elija ser. Diseñadora de modas o fotógrafa. No importa. A su edad, yo soñaba siempre. Sigo haciéndolo. Y duermo poco. Porque me gusta vivir. Mucho. Escribo las historias que me salen e intento situar palabras, una a la par de la otra, con un afán perturbadoramente bohemio.

Quién sabe si lo logro. También ensayo mi híbrido entre la desgarradora voz de Gilmour y el timbre místico de Harrison. Quienes me quieren pueden dar fe de mis osados intentos. Vivo en un país donde la angustia es ley, pero al que la intensidad no le falta. Guatemala es apasionante. Se goza a fondo y se sufre igual. Odio su sempiterna inequidad, su clase política híper mega corrupta y sus oportunidades echadas a la basura en detrimento de los más necesitados. Pero admiro y respeto a quienes no se rinden.

Que en realidad son los más, aunque cueste creerlo. Vuelvo a la estación a la que arribo; se llama King´s Cross. Viajar es para mí como mi versión acústica. A lo Clapton en 1992. Desconectarse es sano y reparador. Yo me la paso “eléctrico” casi todo el tiempo. Soy un “vidahólico” como dice un anuncio radial.

Y aunque la edad se atreva a insinuar lo contrario, “quiero morir antes de envejecer”. Sabio Townshend. Me encanta escribir en el tren. Una metáfora me acompaña con su bendición de guitarra persistente. El verbo “vuelo” no existe, pero respiro a todo corazón con el batir de sus alas. Hace 40 años salió el “Dark side of the moon”.

Pero hoy me quedo con su lado claro. No me importa el tiempo. Ni el dinero. Ni el eclipse. Estoy en la tierra de Pink Floyd. Sin celular. Sin titulares digitales. Dispuesto a perdonar las amarguras del mundo y a enfrentar con decoro mi daño cerebral.

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