Opinión

Luis Felipe Valenzuela

El Habitante

Escritor, periodista y director general de Emisoras Unidas 89.7 @lfvalenzuela

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Esta es la historia de un habitante, a quien llamaré Federico, solo como referencia. Vive en una colonia de los suburbios, con casa propia, y es un clase media cuyo salario le permite vivir con ciertos lujos.

Hasta hace un par de meses, jamás participó en las asambleas convocadas por la Junta Directiva del condominio, conformado por unas 150 viviendas.

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Según él, no tenía por qué.

Además de aburridas, siempre son los sábados.

Y ese día se lo dedica a su familia, a ver deportes y a visitar a los amigos.

“En esas reuniones, lo único que se oye son quejas de gente que siempre está inconforme con todo y justificaciones de los que rigen los destinos de la colonia”.

Federico paga puntual su cuota de mantenimiento.

Y piensa, cada vez que firma el cheque, que los directivos se roban parte de ese dinero, pues nunca ve mejoras en sus alrededores.

Pero la suerte de Federico se terminó de tajo y con perjuicios simultáneos.

Los tranquilos vecinos de al lado le vendieron la casa a unos narcos.

Sí, narcos.

No pueden ser otra cosa, pues salen a correr con escoltas que van armados hasta los dientes y estacionan carros lujosos por doquier.

La seguridad es abusiva y prepotente.

Ya le han dejado las blindadas enfrente de su garage en más de una ocasión.

Y sus fiestas son escandalosas.

“Si no son narcos, parecen”, le dijo su esposa la noche anterior.

A lo que se suma que a la otra vecindad, en esa casa que estaba deshabitada, se pasó una familia normal y amable, pero que incluye en su seno a un adolescente que sueña con emular a John Bonham, por influencia de su setentero padre, y literalmente somata cada tarde una batería Pearl que le regalaron en Navidad.

Los redobles se repiten y se repiten.

Y el plato suena a continuación.

No digamos el bombo.

Ya su esposa habló con la madre del púber, pero ella dice que “a los muchachos hay que dejarlos liberar sus energías, porque así no caen en drogas”.

Mas no se queda solo en eso el drama.

La casa de atrás acaba de ser vendida, y sus nuevos moradores han llevado consigo a un perrito que además de horrible, ladra el día entero.

Sobre todo los fines de semana, cuando la familia se va y lo deja solo.

Entonces, las noches se vuelven un martirio para Federico, su esposa y sus tres hijos pequeños, porque entre las fiestas de los que tienen planta de narcos, la batería del Bohnam en formación y los ladridos del perro, no hay manera de conciliar el sueño.

El próximo sábado hay asamblea del condominio.

Los temas en agenda son: excesivo ruido, abusos de guardaespaldas y problemas con mascotas.

Federico ve la luz y decide que, ese sábado, no se lo dedicará entero a la familia, no verá la liga española y dejará de visitar a amigos, porque es importante hacer oír su voz.

Alberga una esperanza.

Piensa en que al poner su queja, la Junta Directiva, esa que se justifica y de la que tiene fuertes sospechas de corrupción, le solucionará como por arte de magia sus dolores de cabeza.

Lo que ignora Federico es que no va a ser tan fácil como se lo imagina.

No sabe el pobre que, así como él antes de que le cayeran encima esos tres “intrusos” incómodos, hay muchos que jamás asisten.

Muchos que “no se meten en nada” y que permiten siempre que otros decidan por ellos.

La asamblea terminará, como es usual, sin grandes acuerdos ni respaldos suficientes como para darle fuerza a la representación comunal para que proteja los intereses colectivos.

Entonces, a Federico le quedarán dos caminos: o se aguanta, o vende su casa.

Aunque en realidad, aún dispone de un tercero: tomar conciencia de la urgente necesidad de participar y difundir el mensaje para que otros se involucren en defender la paz en esa colonia.

Es posible que lo haga.

Ojalá.

Ya es tiempo de que otro habitante, al convertirse en ciudadano, enfrente la indiferencia de la mayoría.

Y si lo hace, de seguro uno de sus argumentos será que “aquí solo actuamos cuando algo nos toca de cerca”.

A veces ni así, agregaría yo.

Pero ahora Federico sabe que es preciso hacerlo antes.

Cuanto antes, mejor.

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