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Cuando el ejército birmano invadió el pueblo de Udang, unos soldados ataron a las hermanas Samira y Habiba a una cama y las violaron, una historia que refleja los numerosos casos de violencia sexual contra los musulmanes rohingyas.
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En los últimos días, miles de miembros de esta minoría han cruzado ilegalmente la frontera de Bangladés, huyendo de Birmania y de la violencia que sufrían en su región de origen.
Sus testimonios reflejan los atropellos cometidos por el ejército en el oeste de la Birmania budista -una zona inalcanzable para la prensa internacional-, unos actos que un responsable de la ONU calificó de “limpieza étnica”.
“Cuando el ejército atacó nuestro pueblo, incendió la mayor parte de las casas, mató a numerosas personas, incluido nuestro padre, y violó a muchas jóvenes”, cuenta a la AFP Mosamat Habiba, de 20 años, que se esconde con su hermano y su hermano mayor en una plantación de plátanos en Bangladés.
“Nos ataron a las dos a una cama y nos violaron una tras otra”, cuenta.
“Uno de los soldados nos dijo, justo antes de marcharse, que nos mataría si nos volvía a ver en su próxima visita. Luego le prendieron fuego a nuestra casa”, rememora.
Todas las personas citadas en este reportaje aceptaron dar sus verdaderos nombres y apellidos.
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Muchas mujeres rohingyas, que lograron pasar la frontera de Bangladés, ofrecen testimonios similares al de Habiba.
El Tatmadaw (nombre del ejército en birmano) desmiente estas acusaciones, al tiempo que impide la entrada de periodistas extranjeros y personal humanitario a las regiones afectadas.
– Muerte o hambre –
Al cabo de un viaje agotador, Habiba, Samira y su hermano Ullah encontraron refugio en un pequeño campamento improvisado en el fondo de un platanal, disimulado por el espesor de la vegetación.
Bangladés ha reforzado la vigilancia y las patrullas en la frontera para impedir la entrada de los rohingyas, que se arriesgan a ser expulsados hacia Birmania y, por tanto, a morir, si los detiene la policía.
Casi todos los testigos entrevistados hablan de violaciones, ya sea contra ellos o uno de sus familiares, lo cual hace temer que se trate de un fenómeno de gran alcance.
Cuando los militares birmanos empezaron a atar a su hermana Mosamat Muhsena a un poste, su hermano Mujibulah se interpuso, aun a riesgo de perder la vida.
“Un soldado intentó apuñalarme con un cuchillo cuando me tiré ante ellos, suplicándoles que no destrozaran su vida”, cuenta este joven, antes de enseñar una larga y profunda herida en la mano. “Traté de impedir que el golpe me diera en la cabeza”, explica.
Su hermana está a su lado. A veces quiere hablar, pero no lo logra. Cada vez que intenta abrir la boca, se echa a llorar.
Según la ONU, 30.000 personas han sido desplazadas por la violencia, que ha causado decenas de muertos desde octubre en el estado de Rajin, donde viven la mayoría de los rohingyas.
Esta minoría musulmana se considera extranjera en Birmania, a pesar de que algunos de sus miembros residen ahí desde hace varias generaciones. Las autoridades birmanas no les conceden la ciudadanía y viven al margen de la sociedad, en condiciones miserables.
El ascenso del nacionalismo budista en Birmania en los últimos años ha avivado las tensiones hacia ellos.
Cuando se fueron los soldados, Habiba, Samira y Ullah tomaron los escasos ahorros de su difunto padre, unos 400 dólares (377 euros), y emprendieron una larga marcha hacia Bangladés.
Se escondieron durante cuatro días en las colinas situadas en la frontera, junto a centenares de familias rohingyas, hasta que el dueño de una barca aceptó, a cambio de dinero, hacerles cruzar el río Naf, que separa Birmania de Bangladés.
“Nos pidió todo nuestro dinero”, lamenta Ullah. “No nos quedaba otra opción que dárselo”, añade.
Al amparo de la oscuridad, caminaron varios kilómetros hasta dar con otra familia rohingya, que aceptó compartir su escondite.
“Casi nos morimos de hambre aquí”, dice Ullah. “Pero por lo menos nadie viene a matarnos o a torturarnos”, concluye.