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¿Comprando paz? El dinero chino lleva crecimiento y apatía a Tíbet

Con sus casas de té tradicionales y sus tiendas de ropa, Bayi es un barrio animado que refleja el progreso de la economía china, pero en esta parte de Lhasa, algunos ven detrás del dinero de Pekín una manera de comprar la paz en Tíbet.

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“No me preocupa la política”, asegura Gesan, un tibetano sentado en una taberna frente a un plato de patatas fritas con chile.

El joven, de 22 años, que sirvió dos años en el ejército, trabaja ahora en una compañía de seguros. “Mi vida no está tan mal”, agrega mientras teclea en su teléfono.

Sesenta y seis años después de la llegada del ejército chino al ‘techo del mundo’, el Tíbet se beneficia del avance de la economía china. Registró incluso en 2015 el mayor crecimiento regional de China (+11%).

Aunque la región sigue siendo una de las más pobres del país, las enormes subvenciones públicas han financiado carreteras, vías férreas, centrales hidroeléctricas e incluso viviendas.

“Estas inversiones son positivas”, dice a la AFP otro joven habitante de Lhasa que no quiere ser identificado. “Pero es también una manera de comprar la paz social, para que no nos rebelemos”, matiza.

Una revuelta todavía más improbable dado que desde hace 60 años numerosos chinos de etnia han (mayoritarios en el país) se han instalado en Lhasa.

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– ‘De la Edad Media a la modernidad’ –

Pekín, regularmente acusada por el ‘gobierno tibetano en el exilio’ de reprimir la religión, la cultura y la lengua tibetanas, asegura haber traído mejores condiciones de vida a Tíbet.

Entre 1951 y 2013, la esperanza de vida pasó de 35,5 a 68,2 años, según los datos oficiales.

“Lhasa pasó de la Edad Media a la modernidad”, reconoce Jens-Uwe Hartmann, especialista de Tíbet en la Universidad Luis Maximiliano de Múnich (Alemania).

“Sin embargo, este camino hacia la modernidad no fue decidido por los propios tibetanos”, precisa.

En el barrio de Bayi, a pocos kilómetros al oeste del Potala, el antiguos palacio de los lamas, la gerente de un salón de té se niega a hablar de política para evitar “problemas”.

Elogia no obstante el desarrollo económico que hace que su establecimiento “funcione bien”, antes de saludar a una clienta han que ha venido a tomarse un té con leche.

A escasos metros, Niqu, una estudiante originaria de Shigatsé, una ciudad situada a 220 kilómetros, elige ropa con sus amigas. “Acabo de matricularme en la Universidad de Lhasa. ¡Es fantástico!”, explica en un chino perfecto, aprendido en la escuela junto a su tibetano materno.

El mandarín es indispensable para ser funcionario, profesor o simplemente para relacionarse con los han. Pero hablar de genocidio cultural como hace el dalai lama ya no es pertinente, asegura Amy Heller, tibetóloga e historiadora del arte establecida en Suiza.

“La amenaza hoy es sobre todo para la lengua. Los estudios en la universidad son generalmente en chino y el tibetano, aunque se sigue enseñando, está menos valorado en el mercado laboral”, subraya.

Pese a esta nueva prosperidad, “los tibetanos son conscientes de vivir en una colonia china”, señala Katia Buffetrille, etnóloga en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París.

Los jóvenes son los primeros que se benefician del desarrollo económico, pero “siguen siendo muy sensibles” al peso de las políticas de Pekín, estima.

Y enumera algunas de estas políticas: “sedentarización de los nómadas, prohibición de las fotos del dalai lama, agresiones contra el medio ambiente y los lugares santos para la explotación minera, etc.”.

– ‘¿Por qué esta diferencia?’ –

En la calle principal de Bayi, una elegante viandante de 29 años critica a las autoridades: “Los tibetanos no pueden obtener un pasaporte. Los han, sí. ¿Por qué esta diferencia?”

Pero la tutela china no le pesa a todo el mundo. En un restaurante, Luosang, un tibetano de 67 años con el pelo cano, acaba de sentarse en una mesa. En la chaqueta lleva prendido un broche de Mao Zedong, el fundador de la China popular, que envió a su ejército a recuperar Tíbet en 1950.

“Mis padres eran siervos. Sin este señor que hizo abolir la servidumbre en 1959 en Tíbet, hoy no viviríamos tan bien”, afirma mostrando su insignia.

Frente a la todopoderosa Pekín, los tibetanos conservan no obstante un “sentimiento muy fuerte de identidad”, que se expresa “por el amor que tienen por su país y su cultura”, señala Buffetrille. “Mantienen la esperanza de que las cosas algún día cambiarán”, agraga.

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