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El comandante Juan Pablo lleva colgado al hombro un potente rifle con mira telescópica recién estrenado y una gran tristeza dentro.
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Como uno de los responsables del frente 36 de las FARC, considerado uno de los más violentos del conflicto armado colombiano que ya va para medio siglo, Juan Pablo es capaz de recitar pasajes completos de los discursos de Fidel Castro, pero nunca ha ido al cine, ha manejado un automóvil, ha comido en un restaurante o ha estado en la ciudad. Lleva 25 años metido en la selva preparando emboscadas, poniendo minas o quemando autobuses, acciones que la Policía y el Ejército colombiano atribuyen a ese grupo.
Ahora que la paz se acaricia con los dedos, a Juan Pablo le habría gustado hacer política junto a su hijo y su compañera. Sueña con ser concejal o alcalde del pueblo del que salió hace tres décadas, pero tendrá que hacerlo sin su mujer, pues Patricia murió en un ataque del Ejército contra su campamento hace seis meses.
“Esta guerra terminará sin vencedores ni vencidos pero con mucho sufrimiento de ambos lados“, resume este comandante un tanto barrigón. “No es cierto que hemos llegado derrotados a la mesa de negociación. Nos han dado golpes, sí, pero 51 años de guerra contra el Ejército más poderoso del mundo (en referencia al apoyo que Estados Unidos le da a las Fuerzas Armadas) no han conseguido doblegarnos porque las injusticias por las que tomamos las armas siguen presentes“.
Esa mezcla de orgullo y temor por el futuro es común entre los aproximadamente 7.000 combatientes que aún conserva las FARC, muchos de quienes, como Juan Pablo, ingresaron a las filas de la insurgencia cuando apenas eran adolescentes huyendo de la pobreza y la exclusión en sus comunidades.
En su mayoría, los rebeldes provienen de poblaciones rurales abandonadas por el Estado, prácticamente todos aprendieron a leer y escribir dentro de las FARC, y ahora se esfuerzan por imaginar una vida de civil, lejos de la rígida disciplina marcial de los campamentos guerrilleros, haciendo política codo a codo en pueblos, veredas y ciudades junto a sus compatriotas.
The Associated Press hizo una visita de tres días a un campamento de las FARC, en el departamento de Antioquia, para atestiguar cómo el movimiento insurgente más antiguo de América Latina se prepara para una paz que parece estar más cerca que nunca. La organización y coordinación del encuentro tomó semanas. Los periodistas de la AP fueron citados en un lugar remoto y luego fueron llevados por las FARC hasta uno de los campamentos del frente 36 oculto bajo la espesura de la selva y bajo árboles que no dejan pasar la luz. Como condición para realizar la visita, las FARC pidieron que la ubicación del campamento no fuera revelada para no poner en peligro la vida de sus combatientes. Cinco décadas de enfrentamientos entre guerrillas, grupos paramilitares derechistas y las Fuerzas Armadas colombianas, financiadas por Estados Unidos, han dejado más de 220.000 muertos, 40.000 desaparecidos y más de cinco millones de personas expulsadas de sus casas, el segundo país del mundo con mayor número de desplazados después de Siria. Ahora que FARC y gobierno lograron superar el escollo más difícil de la negociación con la firma del acuerdo sobre la justicia, las condenas y la transición de la vida armada a la civil de todos los combatientes, y que Juan Manuel Santos viajara en septiembre a Cuba y estrechara la mano del máximo comandante de las FARC, ambas partes se sienten lo suficientemente seguras como para poner punto final al derramamiento de sangre. El martes incluso, tanto gobierno como guerrilla pidieron a la ONU que nombre una comisión que verifique un futuro cese bilateral al fuego, y el desarme de la organización. Si se llega a la meta, ésta sería la primera generación de guerrilleros que renuncia a su intención de derrocar al gobierno por la vía armada, a cambio de competir en las urnas en elecciones locales y generales. Juan Pablo, hijo de una vendedora de comida callejera, y miembro de las FARC desde los 16 años, es uno de ellos. A pesar de que en los últimos meses no suena un disparo en esta región de los Andes gracias al cese al fuego unilateral decretado por las FARC, Juan Pablo lleva consigo dos cargadores, munición de repuesto, un arma corta y dos granadas a la altura del pecho. “Habrá dejación, como dice el acuerdo, pero nunca entrega de armas”, aclara. Él, cuatro comandantes más, 22 guerrilleros rasos y dos perros conviven en la región con una especie única de oso en Sudamérica, serpientes venenosas, veinte especies de ranas y un exuberante paisaje de espesas montañas, humedales, bosques con inmensos árboles que ayudan a que el frente se oculte. A las 4:30 de la madrugada inicia la jornada en el campamento, cuando la luna es sólo una línea blanca en el firmamento y la noche un bosque negro en el que sólo se distinguen sonidos: las ollas metálicas del desayuno, la lluvia sobre las hojas grandes y el ir y venir de las botas de plástico largas hasta la rodilla de los guerrilleros pisando el barro. Con el paso de las horas las nubes se diluyen y surge, como un teatro, el imponente verde de Colombia. Pese a que el proceso de paz se encuentra en su recta final, la guerrilla mantiene intactas las instrucciones propias de una fuerza en pie de guerra: duermen junto al fusil, se visten rápidamente sobre una pierna, operan bajo los árboles, durante la noche están prohibidas las conversaciones y las luces, y hacen continuos cambios de ubicación que los obliga a hacer largas caminatas. Las comunicaciones están encriptadas y los diálogos entre los comandantes de los frentes se hacen exclusivamente a través de memorias USB que vienen y van a través de correos humanos. En la mente de todos sigue fresco el recuerdo de la muerte en 2011 del comandante de las FARC, Alfonso Cano, que fue perseguido y asesinado por el Ejército luego de que dieran con su paradero tras haber interceptado su teléfono celular. Cuando hablan del miedo ante la nueva etapa política que comienza, los guerrilleros citan una y otra vez a la Unión Patriótica, o UP. En 1985, cuando los diálogos de paz entre la guerrilla y el gobierno agonizaban, las FARC decidieron lanzar la UP como su partido político. La respuesta de los grupos paramilitares de extrema derecha fue la aniquilación de unos 3.000 militantes a lo largo de una década. Los que sobrevivieron huyeron del país. Aquel genocidio sembró en la guerrilla una eterna desconfianza hacia el Estado colombiano que no desaparece. “¿Quién ha dicho que sólo se hace política en el Congreso?“, se pregunta el comandante Leónidas desde su hamaca. “También se hace en los pueblos, las veredas y los corregimientos donde los campesinos nos conocen porque hemos convivido siempre con ellos. En las ciudades está nuestro principal enemigo“. Leónidas dice que la actividad política de las FARC se concentrará en la inclusión social de los pobres, y la recuperación del campo, que históricamente no ha tenido un modelo de desarrollo, ni una reforma agraria, problemáticas que llevaron al surgimiento de las FARC a mediados de los sesenta cuando eran un grupo de autodefensa que protegía a los campesinos, que vivían en sus “repúblicas independientes“, de los ataques del Ejército. Al interior de la guerrilla, la dialéctica parece no haber superado la Guerra Fría. Aquí no hay soldados sino “compañeros“, no hay superiores sino “camaradas“, no hay ejército sino “enemigo“, no se habla de empresarios sino de “oligarcas“, no existen desertores sino “traidores” y los libros que pasan de mano en mano, entre los jóvenes guerrilleros, son discursos de Fidel Castro, o biografías del Che Guevara. Según expertos consultados, el frente 36 es candidato a desobedecer la orden del Secretariado General de las FARC de desarmarse del todo debido al lucrativo negocio del narcotráfico. Los campesinos que viven en estos valles remotos admiten pagar un “impuesto de guerra” para proteger la coca de los programas de erradicación del gobierno. Pero en horas de conversación con los comandantes es imposible detectar algún signo de deslealtad o crítica a los negociadores de las FARC al tiempo que le restaron importancia al narcotráfico. Lo único que ha cambiado es que los comandantes ya no hablan tanto de doctrina militar; ahora hablan de paz. En concreto, dos veces al día. La primera charla, antes de desayunar, está coordinada por la comandante Gyra Castro, que lleva 33 años en la guerrilla. Es fácil detectar que los tres últimos años ha estado en La Habana como miembro de la delegación de las FARC por el acento cubano que se le escapa y el moderno computador Apple que utiliza en la selva. Ella es la encargada de leer en voz alta el “Acuerdo General de Víctimas” aprobado recientemente por los negociadores. El resto de la información que llega hasta el campamento lo hace a través del transistor mal sintonizado que posee cada guerrillero. Gyra ejerce de “madre” de las 12 chicas de entre 18 y 34 años que se acercan a ella cariñosamente. Tiene la misión de prepararlas para la vida política una vez se alcance la paz y las FARC se conviertan en un partido político. Según el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, eso ocurrirá antes del 23 de marzo, o “cuando se den las circunstancias apropiadas“, dice la guerrilla. El día que ocurra Gyra sueña con hacer, por primera vez en 33 años, un viaje a solas con su compañero de armas y de vida. Durante la charla, una de las jóvenes más atentas del grupo es Juliana, de 19 años, que se suma a la conversación después de matar un cerdo junto a sus compañeros. “Quiero estudiar para poder hacer política y seguir vinculada a la organización“, dice con un pañuelo en la cabeza y los labios ligeramente pintados de rosa. Ella es miembro de una familia de siete hermanos y fue violada por su padrastro hasta que decidió seguir a su tío en la guerrilla, donde aprendió a leer y escribir como tantos otros. Tres años después sonríe tímidamente y explica que lo primero que hará cuando se firme la paz será visitar a su madre, a la que no ve desde hace años. Si no tuviera un arma en sus manos le hubiera gustado estudiar “sistemas” pero insiste en que la lucha “ha merecido la pena“. La gran mayoría de guerrilleros cuenta en su historial con campesinos muertos o desaparecidos en su familia después de años de conflicto. Muchos de ellos, pobres y sin estudios, entraron como adolescentes y aquí han encontrado una “familia” que ha dado sentido a su vida. En otros casos fueron reclutados a la fuerza tal y como han denunciado repetidamente organizaciones no gubernamentales. Junto a Juliana su “socio” Alexis, le toma la mano. ¿Es posible el amor en la selva? “En la guerrilla no se maneja dinero, todo nos lo dan aquí, desde medicinas a las paletas. Por eso entre nosotros no hay una relación de dependencia en la que ella espera de mí que la mantenga como es habitual en América Latina”, dice Alexis, de 24 años. “Entre nosotros sólo hay amor“. Alexis tiene la habilidad de limpiar y dejar impecable en pocos minutos su inseparable AK-47. El joven campesino explica que ingresó en las FARC a los 18 años. La conversación se interrumpe de forma abrupta cuando un avión sobrevuela por segunda vez el campamento. El alto al fuego de las FARC ha sido parcialmente correspondido por el gobierno que decidió suspender los bombardeos aéreos contra campamentos como éste, pero no los ataques cuerpo a cuerpo, ni suspender las ordenes de captura. “Mentalmente estamos preparados para hacer política pero nos falta formación, estudiar y mejorar antes de incorporarnos a la vida civil“, dice Leónidas meciéndose bajo los árboles. “Es más dura la política que la guerra. Un error en el campo de batalla lo pagas con tu vida, un error en el campo político arrastra a toda la organización“.